Conversaciones perdidas con Jaime Salinas
El periodista Juan Cruz publica sus charlas con el fallecido editor de Alfaguara, Aguilar y Seix Barral El manuscrito, que desapareció hace 17 años, recogió encuentros celebrados en el otoño de 1996
Jaime Salinas fue un urdidor de libros que jamás compraría uno sobre sí mismo. O al menos uno en el que se dedicase a “opinar de cosas que no le importan a nadie”. Y pese a ello aceptó finalmente colaborar con el periodista Juan Cruz en una conversación larga y fragmentada sobre el oficio de la edición, que se desarrolló en el otoño de 1996 y que había sido un empeño de Nicole y Mario Muchnik.
Por entonces Salinas tenía 71 años, llevaba retirado del mundillo editorial más de una década y vivía entre Madrid e Islandia. Unos años después ganó el premio Comillas por sus memorias, Travesías (1925-1955), y prefirió posponer la publicación de cualquier otro volumen que perturbase su libro más íntimo. Finalmente el manuscrito se esfumó.
Hasta que un día, cuando Juan Cruz lamentó aquella pérdida en su blog, a raíz de la muerte de Salinas, en 2011, una antigua editora de Mario Muchnik recordó que conservaba una copia de las galeradas. Eso ha hecho posible que, 17 años después de su concepción, Jaime Salinas. El oficio de editor se haya publicado en Alfaguara, la editorial del grupo Santillana que tanto Salinas como Cruz dirigieron en distintas etapas y que cumple medio siglo en 2014. El libro, que forma parte de las actividades del aniversario, se ha editado con aquel elogiado diseño de Enric Satué, nacido para realzar la obra y no para competir con ella, y una de las apuestas que más enorgullecía a Salinas de su etapa. “Como ya no estaba Jaime para vencer su propia reticencia ante la publicación de algo que le concerniera, tuvimos el acuerdo del traductor y novelista Gudbergur Bergsson, su compañero de años”, explica Cruz, que presentará el libro el jueves en la Residencia de Estudiantes acompañado de Bergsson, el periodista Jesús Marchamalo y el diseñador Enric Satué.
Salinas dejó gran poso en el negocio del libro. Fue uno de sus grandes transformadores en la Transición: creó comités de lectura en los que figuraban, entre otros, Carmen Martín Gaite, Javier Marías, Félix de Azúa, Juan Benet o Juan García Hortelano, y desplegó campañas de promoción inéditas en España. De él fue la idea de presentar a nuevos narradores españoles en un tren camino de Asturias.
“Difícilmente alguien encontraría ahora un editor para ‘Ulises”
“Era un liberal de izquierdas de los de antes”, escribe Cruz en el libro. Educado y solícito, pero también duro e intransigente. “Parece siempre que está yéndose a alguna parte o volviendo de cualquier sitio”. Sin embargo, estuvo donde había que estar. En los cincuenta pisó por vez primera la España de la dictadura —la familia del poeta Pedro Salinas y Margarita Bonmatí se exilió en 1937 en Estados Unidos— para un viaje sin aspiraciones que acabó apartándole del cine y poniéndole frente al mundo editorial. Trabajó con Carlos Barral (Seix Barral) y Javier Pradera (Alianza editorial) antes de desembarcar en 1976 en Alfaguara. Se implicó con la primera administración socialista de la democracia —durante dos años fue director general del Libro— y arropó a todos aquellos autores en los que creyó, a sabiendas de que alguno acabaría traicionándole.
—¿Hasta cuándo te quiere un autor?, le pregunta Juan Cruz.
—Hasta que no te necesita, respondía Salinas, que pese a esta crudeza sentía un respeto sincero por el creador y consideraba “una arrogancia imperdonable” intervenir en las obras.
Ya entonces, cuando conversaron, el negocio estaba cambiando. Salinas olfateaba el futuro. “Si uno quiere saber lo que está pasando, es bueno leer lo que él decía qué iba a pasar. El libro está lleno de adivinaciones, que se han verificado en la realidad”, señala Cruz. En aquellos días de conversaciones la revolución tecnológica todavía no urgía, pero había procesos en marcha que disgustaban a Salinas: la responsabilidad económica se imponía sobre la responsabilidad cultural. “Si actualmente apareciera alguien que se hubiera puesto a escribir Ulises o En busca del tiempo perdido creo que difícilmente encontraría un editor”, barruntaba el hijo del poeta Salinas.
El modelo que defendía, sin embargo, nada tenía que ver con el editor de “pesado bagaje intelectual” porque pecaba de tomar decisiones demasiado personales. En Alfaguara, él se rodeó de lectores valiosos. El contraste entre sus informes le ayudaba a decidir si publicaba o no un título. “Yo, desde luego, leyendo no me siento nada seguro; me temo que publicaría poquísimo”.
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