Propuesta de cambio
La historia de Alemania, sin ir más lejos, enseña lo peligroso que es hacer con las verdades de los poetas y filósofos una política que embauque a las masas y acabe siendo desaforada
La clase política ocupa las pantallas de sus televisiones a todas horas con declaraciones banales que luego por la noche sesudos comentaristas analizan con ridícula profundidad. De vez en cuando, las palabras de nuestros políticos nos dejan hasta consternados porque descubrimos que no tienen ni idea de la asignatura en la que se les supone, como mínimo, licenciados.
Ayer, viendo un informativo que resumía las gestas más recientes de sus señorías (uno quería prohibir los billetes de quinientos euros; otro decretar un parón de una semana de la economía catalana…), caí en una leve ensoñación mientras pensaba en “las grandes verdades” que tantos de ellos esgrimen para obtener el poder (que en realidad es lo único que les mueve porque, una vez alcanzado, les permitirá ocuparse solo de sus propios intereses).
Me acordé de filósofos y poetas que buscaron afirmar las grandes verdades de su yo frente al resto del mundo, sólo que ellos por fortuna no salían, por lo general, del ámbito de sus interiores; no se lanzaban a manipular masas y llevarlo todo a la práctica. Los políticos, en cambio, se lanzan y se sabe de muchos que han acabado mal. Y es que en cuanto se entromete por ahí “nuestra verdad”, puede acabar sucediendo lo peor, suponiendo que lo más execrable no haya ocurrido ya: Hitler y Goebbels, escenificando sus teorías, buscando destruir el mundo “aparente” para traer a la realidad ese otro mundo que concebían como su “tierra natal”.
La historia de Alemania, sin ir más lejos, enseña lo peligroso que es hacer con las verdades de los poetas y filósofos una política que embauque a las masas y acabe siendo desaforada y cause estragos. ¡Con lo útiles que son las modestas verdades que sirven para encontrar las condiciones de posibilidad de una convivencia libre y pacífica!
El caso es que ayer, junto al televisor, caí en una ligera ensoñación y acabé imaginando que todo el abrumador protagonismo dramático que en las pantallas tienen nuestros políticos era sustituido por repentinos y gentiles atisbos de cultura; sustituido por informativos que no paraban de exponer, con infinita variedad de registros, todo tipo de pensamientos, invenciones y creaciones artísticas, y mostraban el gran mundo que se asomaba tras los discursos de anónimos creadores y tras el que están también las metafísicas perdidas por los rincones de los cafés de todas partes, las ideas casuales de tanto casual, las intuiciones de tanto don nadie…
Y también imaginé que los mayores consumidores de los informativos (los propios políticos) se quejaban de haber sido borrados de las pantallas hasta que comprendían que todo había cambiado. El mundo se había vuelto distinto, tal vez mejor organizado. Había una Central creativa, una máquina de arte en continuo movimiento, puntuada por la sigilosa eficacia de políticos discretos y altruistas. Y en Educación, también había cambios: las nuevas generaciones se dedicaban a adquirir las destrezas suficientes para lograr que no volviéramos a padecer jamás una política desaforada o una cultura insípida, y menos aún las dos cosas a la vez.
Después de este vértigo, me preparé para salir y difundir la propuesta de cambio. Pero al final me quedé aquí. Volví a leer el libro de Rüdiger Safranski, ¿Cuánta verdad necesita el hombre? (Tusquets), donde, entre otras cosas, se dice que quizás necesitemos una política de verdades insípidas que no ambicione o simule dar sentido a la existencia y que, además, no tenga miedo de llegar a ser aburrida, insignificante, incluso; tan insignificante y corriente como nuestros cicateros intereses cotidianos. Me acordé de esas palabras. Y luego la primera tormenta de noviembre hizo el resto. Era tan potente el temporal que obligaba a que las cosas tuvieran que literalmente quedarse dentro. Muy dentro. Sin olvidar que a nadie le gusta salir de Elsinor con tanto viento fuera.
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