Astaná, ¿nueva capital de la lírica?
El presidente kazajo regala una megalómana ópera que ha costado 500 millones de euros a la capital que ordenó levantar en mitad de la estepa
En Kazajistán existen 17 teatros de ópera y se elevan a 40 al menos los títulos líricos de compositores locales. Con uno de ellos, Mukan Tolebayev, y gracias a su ópera Birzhan-Sarah, tuvo lugar el pasado 21 de junio la preinauguración de un teatro construido en tres años con piedra blanca, madera y mármoles de Sicilia, que según el presidente del país, Nursultan Nazarbáyev, constituye su “regalo” a Astaná por sus “15 primeros años de capital de Kazajistán”, relevando en funciones a Almaty, a unos 800 kilómetros al sur. En una ciudad como Astaná, de apabullante arquitectura contemporánea, el teatro de ópera se alza como una construcción de rasgos helénicos y cierto manierismo barroco, en contraste muy marcado con la inmensa mayoría de los edificios, comenzando por el centro Khan Shatyr de Norman Foster, situado justo enfrente.
La ópera se eleva como reducto privilegiado y un tanto megalomaníaco de la gran tradición. Así lo ha comprendido el arquitecto Desideri y su equipo mayoritariamente italiano. Las dimensiones del vestíbulo de entrada, o el lujo de las instalaciones, imponen. Se habla de un coste que oscila entre 400 y 500 millones de euros, en las opiniones más moderadas. El teatro, en cualquier caso, aún no está terminado del todo, y se cierra en un par de meses para completar el escenario, de unos 2.000 metros cuadrados, equipado con la tecnología más avanzada. De momento había que llegar a la inauguración oficial esta semana, y se ha llegado. Se ha rendido homenaje a Verdi con su ópera Attila, en el 200 aniversario del nacimiento del compositor italiano, y se ha puesto en pie una gala de tres horas de duración con artistas de la lírica y el ballet. El presidente Nazarbáyev asistió a la primera representación.
La ciudad exhibe una escultura en oro con la huella de Nazarbáyev
Las comparaciones son odiosas pero inevitables. La historia se repite con otros protagonistas, pero en el fondo los valores son los mismos. A finales del XIX, en pleno esplendor de la explotación del caucho se levantó una ópera en Manaos, en la selva amazónica, como imagen representativa de una burguesía local para la que el dinero no lo era todo. Mármoles de Carrara, porcelana de Sèvres, madera de la cercana floresta, se utilizaron para construir un teatro con la aspiración de convertir a Manaos en un reflejo brasileño de una ciudad tan emblemática como París.
En los comienzos del siglo XXI, en Astaná, la riqueza proveniente del gas o el petróleo permite la búsqueda de un símbolo culto para dar amplitud a su privilegiada dimensión económica actual. Y qué espectáculo mejor que la ópera, en su combinación de todas las artes y en su proyección social. Las experiencias de Brasil y de Kazajistán tienen, pues, lazos comunes. La sensibilidad tan diferente de los dos países favorece soluciones distintas. Lo que las identifica es algo tan elemental, o quizás tan complejo, como que para el poder emergente la ópera es la imagen soñada. La Ópera de Astaná ya ha establecido relaciones de colaboración con el Teatro alla Scala de Milán, el Teatro San Carlo de Nápoles —con el que coproducen Aida, en la puesta en escena de Franco Dragone, el director que estuvo durante la última década al frente del Cirque du Soleil—, la Ópera de París y la Ópera de Roma, de la que procede originalmente la puesta en escena para Attila de Pier Luigi Pizzi, con la que se ha inaugurado oficialmente el teatro kazajo. El fichaje de William Graziosi, procedente de la Fundación Pergolesi-Spontini en Italia, hace albergar esperanzas de una programación esmerada.
El desplazamiento de los centros tradicionales de poder operístico o musical hacia países de pujanza económica emergente es uno de los temas que con mayor preocupación comentaban estos días en Astaná los observadores occidentales. En la última década el país pionero fue Abu Dabi, inaugurando su periplo musical nada menos que con Christian Thielemann y la orquesta del Festival de Bayreuth con un recital wagneriano en el hotel Emirates, con su sala de conciertos a la que se llega por un paseo de palmeras, antes de que técnicos alemanes dejasen a punto un auditorio en un oasis a un centenar de kilómetros por el que han desfilado ya las mejores orquestas y directores de Europa y Estados Unidos.
Después fue la hora de Omán con su teatro de ópera ya visitado por Plácido Domingo y grandes estrellas de la lírica. Ahora es el turno de Astaná en Kazajistán. Es el poder del dinero y la necesidad de una ostentación social la que marca las pautas. Que nadie dude que contratarán a los mejores artistas, lo mismo que han hecho con los mejores arquitectos. El Palacio de la Paz y la Concordia de Norman Foster en Astaná, un lugar para el encuentro de religiones e ideologías opuestas en una gran mesa en la parte superior de una pirámide con toda su decoración añadida de flores y pinturas ornitológicas, es de esos lugares que dejan boquiabierto a cualquier visitante. (Una fotografía de los reyes de España con el presidente kazajo se exhibe en el vestíbulo central). Como impactante es, en el centro de la ciudad, el monumento vertical Bayterek, coronado por una cúpula con su mirador panorámico donde una escultura en oro reproduce la huella de la mano del presidente Nazarbáyev, artífice de este encargo. Si el visitante pone allí su propia mano suena de inmediato a todo volumen el himno nacional.
En esa atmósfera se ha levantado el nuevo teatro de ópera. No hay que tomárselo a broma. Si la ópera es el género escogido por los nuevos poderosos para dar una imagen de su cultura, la competencia con Occidente puede ser feroz, sobre todo por los efectos de una crisis económica que ha dejado temblando a los principales centros tradicionales de decisión artística europeos. Veremos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.