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crítica de 'Vivir es fácil con los ojos cerrados'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Camino a Lennon

La España de 1966 era un país de bofetadas y Trueba plantea la tesis de que las bofetadas se fueron para que todo siguiera igual

Natalia de Molina, Francesc Colomer y Javier Cámara.
Natalia de Molina, Francesc Colomer y Javier Cámara.

Tres bofetadas sirven para presentar a los personajes que, en Vivir es fácil con los ojos cerrados, emprenden un viaje rumbo a sus respectivas victorias morales. Tres bofetadas que los personajes contemplan o, en uno de los casos, sufren: la de un cura a un alumno díscolo, la de una monja a una chica con el embarazo embargado por la disciplina moral y el de un padre conservador a un hijo sensatamente rebelde. La España de 1966 era un país de bofetadas y la película de David Trueba parece plantear la tesis de que, con el tiempo, las bofetadas tuvieron que desaparecer para que todo siguiera, en el fondo, igual. En la elección del trío protagonista late la clara voluntad política de buscarle las cosquillas a la España de aquí y ahora: un profesor cargado de ideales (Javier Cámara), una futura madre (Natalia de Molina) protegida por una Iglesia siniestra y un adolescente (Francesc Colomer) que hoy tendría un futuro tan incierto como entonces. Como en Madrid 1987 (2011), Trueba aprovecha un contexto histórico concreto para desvelar líneas de continuidad entre el ayer y el hoy. Bajo la estrategia, el optimismo impenitente del autor, que contempla a la juventud como motor de cambio, ensalza el heroísmo humilde y, en un extremo discutible, se resiste a leer nuestra historia reciente —la dictadura aquí, la postransición allí— como una serie de resfriados mal curados.

VIVIR ES FÁCIL CON LOS OJOS CERRADOS

Dirección: David Trueba.

Intérpretes: Javier Cámara, Francesc Colomer, Natalia de Molina.

Género: comedia. España, 2013.

Duración: 108 minutos.

Hay una cuarta bofetada en la película: la da un personaje secundario —el hijo discapacitado del dueño de un merendero— cuando una secuencia corre el riesgo de almibararse. No es una bofetada eficaz, porque Trueba no contiene toda blandura potencial en esta película luminosa y cargada de carisma —su reparto encajaría en una de esas clásicas comedias españolas que se miraron en el neorrealismo rosa—, excéntrica mezcla de road movie y western errante con chamán (y pipa de la paz) en el punto de destino, a la que no le hubiese venido mal algún contrapunto amargo. Algo se ha perdido entre Madrid 1987 y esta película: nada que no pueda ser recuperado en la última entrega de esta trilogía inconfesa sobre nuestra memoria sentimental.

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