Patrice Chéreau, en la soledad de la calle de Feria
El maestro, el que considero, con el permiso de Giorgio Strelher y Klaus Gruber, el más importante director de escena de la historia del teatro
Hoy miércoles entierran en París al actor y director Patrice Chéreau, fallecido el pasado día 7, en una ceremonia en la iglesia de Sant Sulpice, muy cerca del teatro del Odeón. Yo estaré en México. Sin embargo, la precisión de Patrice ha querido que eligiese a 10 acomodadores del Odeón para ocuparse de aquello de lo que nadie se ocupa en las ceremonias de ese tipo, y uno de ellos será mi hija Victoria, con lo cual me siento tranquilo y representado.
Pero a mí se me han muerto dos Patrice. El maestro, el que considero, con el permiso de Giorgio Strelher y Klaus Gruber, el más importante director de escena de la historia del teatro. El que hizo arte mayor de la precisión quirúrgica en el trabajo con los actores y con los textos y que estaba un poco más cerca de la verdad que los demás. El que cambió la manera de poner en escena la ópera y el teatro y buscó, y encontró, hasta el final el sentido de la representación. El que conocía el secreto del actor, pero también el secreto de todos aquellos que participan en la construcción de una obra de arte para la escena. El que hacía sentirse artista a todos los que trabajaban con él en un espectáculo.
Por eso nos hemos quedado tan solos todos los que, en algún momento, tuvimos la suerte de trabajar con él y participar en, como dicen los flamencos, su arte.
Pero sobre todo se ha muerto un amigo de los que hay pocos, con quien compartí momentos inexplicables de vida y con quien me unía una pasión, aparte del teatro, que era Sevilla y su Semana Santa.
Tuve la suerte de participar con Lluís Pasqual en el viaje en el que Patrice descubrió Sevilla. Era el año 1991 y fuimos, a petición de José Luis Castro director entonces del teatro Lope de Vega, para intentar convencerle de hacer un trabajo para la Expo 92. Nunca hizo nada para la Expo, pero se quedó con la ciudad.
Al cabo de tres años volvimos juntos a Sevilla, en Semana Santa. Y se produjo el coup de foudre (el flechazo).
Empezaron a sucederse Semanas Santas, una detrás de otra, creo que compartimos ocho o nueve, y con la precisión y la pasión con la que ponía en escena y ayudado por los más excelsos “capillitas” sevillanos, como su querido Antonio Andrés Lapeña, aprendió no solo a saber lo que era un simpecado, un bacalao o una chicotá, sino también a sentir lo que un sevillano siente en Semana Santa, respeto, emoción, miedo, perplejidad y bienestar.
Y pasamos muchas tardes y noches viendo salir al Baratillo, viendo pasar a San Bernardo, la cofradía de Carles Santos, o a Montension, como dicen en Sevilla, por Santa Ángela o la Macarena por la calle de Feria o al Manué de los Gitanos por la vuelta de su casa en el palacio de las Dueñas o La Lanzada saliendo de la catedral o La Pasión entrando en su casa, la iglesia de San Lorenzo.
Le gustaban el Miércoles Santo y el Jueves Santo por la tarde más que la Madrugá, y si había posibilidad íbamos la corrida del Domingo de Resurrección. Una noche viendo al Cristo de Burgos pasar por la Alcaicería o por Sales y Ferré, no recuerdo bien, en aquella oscuridad iluminada solo por los cirios del paso y ese silencio solo roto por el capataz y los roces de los costaleros, me dijo al oído: “Yo no lograré jamás hacer algo tan bello ni sobre un escenario ni en la pantalla”.
Y luego se compró una casa, tardó tres o cuatro años en reformarla, se hizo de Sevilla y también supo entender el secreto de la Semana Santa. Hoy en París deberían tocarle Amargura o Campanilleros, le gustaría mucho a Patri el francé.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.