Jaime Sabines, en primera persona
La periodista Pilar Jiménez Trejo publica ‘Apuntes para una biografía’, una extensa semblanza del poeta mexicano elaborada a partir de cientos de horas de conversación con él
El 17 de diciembre de 1988 el poeta Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1926- Ciudad de México, 1999) tenía que enfrentarse a una entrevista, un mal trago que trataba de evitar siempre que podía. Como condición para celebrar el encuentro, había solicitado antes las preguntas, unas 50, y había seleccionado 17. La entrevistadora, la jovencísima Pilar Jiménez Trejo, de 22 años, le planteó finalmente 25, pero, pese a la trampa, una conexión profunda se estableció entre ambos. “Para Pilar que me ha chupado toda la sangre con su famosa entrevista para el canal 11”, le escribió Sabines como dedicatoria en un ejemplar de Recuento de poemas. Y comenzó una amistad cimentada en otros muchos encuentros que ahora, 25 años después, ha cristalizado en Jaime Sabines. Apuntes para una biografía, una extensa semblanza del poeta elaborada a partir de cientos de horas de conversación con la periodista.
A partir de aquel primer encuentro la reportera empezó a visitar con cierta frecuencia, no menos de una vez al mes, aquella casa donde todos los nombres empezaban por jota: Jaime; Josefa (Chepita), su mujer; y sus cuatro hijos, Julio, Julieta, Jazmín y Judith. “Al principio se mostraba huraño, y me decía ‘ya viniste otra vez a abusar de mí’, pero vencí sus recelos”, cuenta. “Contestaba muy bien, tenía muy claro lo que era su obra, y su vida como intelectual, sus influencias y sus preocupaciones intelectuales”. En las primeras charlas no se dejaba grabar, pero luego ya se convenció y hacia 1995 empezaron a hacer las entrevistas con la idea de elaborar un relato de su vida. “Sabines nunca quiso que los llamara biografía, le parecía una palabra demasiado ambiciosa, algo que ni uno mismo podía hacer de sí mismo”.
Los apuntes están escritos en primera persona. Pero no en la primera persona de la periodista, sino en la del protagonista. “Yo quería que la voz que se escuchara fuera la de Sabines. Hice un trabajo de edición, quitando muletillas, repeticiones, pero lo que se lee se corresponde a como él hablaba”. Pero precisamente la responsabilidad de dar la palabra al poeta tal vez más popular de México atenazó a Jiménez Trejo, que cargó durante años con más de 90 casetes grabados de conversación por todos sus destinos como periodista, de China a Dinamarca pasando por Singapur, sin decidirse a escribir. “Tenía un gran temor ante la gran figura de Sabines, de sus lectores, de su obra, miedo a traicionar a todos”. Y solo de vuelta a México, más de 10 años después de la muerte del poeta, encontró al fin la madurez para hacerlo.
Quería que la voz que se escuchara fuera la del poeta. Lo que se lee se corresponde a como él hablaba
El libro comienza con la historia de sus orígenes. “Fue mi padre quien me enseñó la profundidad de la literatura árabe… él nació en Líbano y todo el conocimiento de los libros le había llegado por tradición oral”. La voz del poeta relata luego cómo su familia paterna emigró del remoto pueblo de Saghbine, en la frontera con Siria, a Cuba, en un delirante viaje en el que fueron testigos de la erupción del Mont Pelée, en la Martinica. Cuenta cómo su padre llegó a Chiapas y cortejó a la que sería su madre, una niña pudiente de Hacienda que tocaba el piano y el violín. Habla de su infancia, de sus amores de adolescencia, de sus primeros poemas en el periódico El Estudiante, de sus años oscuros como estudiante de medicina en el DF y de su matrimonio con Chepita, una amiga de la infancia. Recuerda sus múltiples ocupaciones, de propietario de una tienda de telas con nula visión comercial a vendedor de comida para animales. Desbroza sus libros, señala a los poetas que más le influyeron (Juan Ramón Jiménez, Miguel Hernández) y a los que nunca le gustaron, como Octavio Paz, “que se ponía guantes y mascarilla para escribir”. Reflexiona sobre la fama inesperada, sobre su carrera política que le llevó, sin gran vocación, dos veces al Congreso (“me metieron jalándome del pelo”). Y lamenta los problemas de salud que oscurecieron la última parte de su vida.
A lo largo de las más de 400 páginas de libro, Sabines se muestra como un hombre sencillo, que abominaba de los cenáculos intelectuales. “Es tan aburrido oír hablar a personas que quieren ser más inteligentes y tener razón en todo… Prefiero a los que no saben de nada. Se aprende más de ellos”. Como un escritor que entendía la literatura como un goce íntimo, no como una profesión, que presumía de ser de los pocos que “habían trabajado toda su vida, en serio, con chambas físicas”. Que escribía por la más pura necesidad de expresión, por necesidad fisiológica, por fatalismo, “porque la poesía, más que una vocación, es un destino”. Y que creía en la felicidad no como una realidad amurallada a conquistar, sino como algo que está todo el día en todas partes, esperando que, por un rato, tengamos la dicha de agarrarla.
Sabines escribía por fatalismo, porque para él, la poesía más que una vocación, era un destino
Sabines no temía a la muerte. “No podía eludir el tema, y en uno de sus poemas decía ‘quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento’. Pero no tenía miedo a que le llegara, solo a que llegara a los demás”. Lo que sí le aterraba era dolor físico. “El sufrimiento emocional te fortalece, te hace entender mejor la vida. Pero el físico es humillante, no te deja nada, te resquebraja…”, decía. La última vez que Jiménez Trejo se reunió con él fue poco antes de su fallecimiento. “Vente, que ya no vas a acabar el libro”, le había dicho el poeta, enfermo de cáncer. Pero cuando la periodista acudió al hospital apenas la reconoció. Se fue un mes después “reconciliado con Dios”. Amando la vida pero sabiendo a la vez que “nada de lo que uno vive se pierde, que todo queda dentro de nosotros, que no hay olvido”.
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