Juan Linz, lúcida pasión por la política
En los últimos tiempos no ocultaba su decepción por cómo se desmoronaba en España todo lo que parecía estable
Hemos tenido la suerte de conocer a Juan Linz, fallecido el pasado martes. Tras haber dejado la política y antes de volver a la docencia, uno de nosotros marchó a Estados Unidos en agosto de 1993 para una estancia de investigación en la Universidad de Yale y allí entró en contacto con nuestro profesor. El otro le visitó varias veces desde finales del año 2000 y con ocasión de un periodo investigador en la New School for Social Research de Nueva York. La impagable acogida que durante esos años nos dispensaron Juan Linz y su esposa Rocío Terán alivió bastante la soledad de estos voluntarios “trasterrados”.
La talla intelectual de aquel sabio y sus conocimientos en tantos campos nos impresionaron. Linz sugería muchas pistas e hizo que la comprensión de la propia experiencia política ganara en calidad y vuelo. Las charlas con él sobre la situación en España nos aportaron perspectiva histórica y comparada, algo que, en especial a un ex-diputado, ayudaba a relativizar pasadas mezquindades. Con personas así, siempre queda el sentimiento de deuda y el recuerdo de una gratitud gozosa.
Juan Linz era incompatible con el rencor. Si le llegaba alguna maledicencia de los que se aprovecharon de él, contestaba siempre: “Para qué molestarse, si voy a seguir enviándole las fotocopias que me pida”. Carecía asimismo de doblez. Era transparente como amigo y franco como crítico. Un hombre noble. En apariencia tristón, tenía una capacidad de entusiasmo que contagiaba. Destaquemos su pasión conversadora. Su análisis era más empirista que el nuestro, en el que predominaba un acento normativo; su realismo corregía bastantes de nuestras reflexiones más idílicas.
Con una información casi completa sobre el proceso de transición a la democracia, ponderaba sus logros y alertaba de sus puntos vulnerables. Su conocimiento sobre los nacionalismos en España no le permitía hacerse ilusiones sobre los resultados de su acomodo institucional. Sería de ver si, ante las amenazas secesionistas del presente, habría mantenido su categoría de “semilealtad” para calificar a nuestros nacionalismos o más bien el de deslealtad completa. Su enorme conocimiento de la conducta de los partidos políticos hacía que escucharle sobre estos asuntos fuera un privilegio.
Algunos colegas han considerado, sin embargo, que la erudición de Linz devaluaba su saber, como si aquella lo dispersara y le hiciera perder calado. Será tal vez la impenitente vanidad de algunos la que les ha impedido percatarse del alcance práctico de su enseñanza. Para nosotros, filósofos prácticos, las conversaciones con él durante estos 20 años han sido de mucha enjundia; de él siempre se aprendía.
Linz era moderado; no porque buscara la equidistancia, sino porque desconfiaba de todo extremismo político. Sabía que las certezas en las opiniones políticas conducen a la frustración y al enfrentamiento. Primero fue una intuición, fruto de las vivencias de un niño en la Alemania de entreguerras o en la España de la Guerra Civil y más tarde la experiencia de un estudiante que intenta abrirse camino en la universidad de la posguerra. Luego, la moderación fue actitud y punto de vista fundados en una teoría de la democracia que los resultados de su investigación avalaban. Paradójicamente su pasión por la política era desapasionada.
Añoraba volver a España. Nos confesó que le llegaron varias invitaciones, pero nunca cuajó una propuesta lo bastante nítida como para tomársela en serio. El retorno de los mejores sigue siendo entre nosotros asignatura pendiente de muy atrás. En los últimos tiempos le notamos más triste. No ya solo porque los paquetes de Ducados hubieran desaparecido de su entorno, ni siquiera por la intensidad de sus dolores físicos. Le dolía sobre todo el estado de la política en España. El que dejaba asomar siempre una punta de escepticismo, quien insistía en que no se debe esperar de la política lo que no puede dar, era incapaz de ocultar su decepción por el modo como se esfumaba entre nosotros lo que parecía estable. Honrar a Juan Linz es atender a su lección. Él se pasó la Transición recomendando a unos y otros hacer política dentro de unos márgenes de acuerdo. Ahora es tan necesario como entonces, pero lo que ayer fue factible parece hoy casi imposible. ¿Acaso se debe a obstáculos mayores? No, simplemente al exceso de sectarismo que invade la política y sus alrededores.
Ramón Vargas-Machuca y Aurelio Arteta son catedráticos de Filosofía Moral y Política en las universidades de Cádiz y del País Vasco, respectivamente.
Babelia
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