Adiós a la última surrealista
La artista falleció a los 103 años y en ella convivieron la de los paisajes risueños modernos con la de las almas atormentadas del pasado
Ángeles Santos Torroella (Portbou,1911-Madrid,2013), la Angelita de Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Jorge Guillén, en realidad no era de Portbou, ni de Valladolid, ni de Madrid, ni Barcelona, ni Sevilla, ni de Huesca, y ni tan solo del Sitges que tanto amaba y donde será enterrada junto al que fue su marido, Emili Grau Sala. Ángeles Santos fue ciudadana del mundo, pero no de esa esfera que da vueltas, coqueteando con la luna sin parar, desde hace miles de millones de años, si no de un mundo cúbico, un poco abrupto, lleno de claroscuros, alentado por madres ciegas y angelitas sonámbulas -no angelitos- que encienden constantemente las estrellas, porque si estuvieran solas pronto se apagarían y la oscuridad volvería a reinar para siempre.
Ángeles Santos, la pintora cuyas obras más emblemáticas -Un mundo y Tertulia- presiden con grandeza la sala del Museo Reina Sofía dedicada a los realismos de los años veinte y treinta, murió ayer en casa de su hijo, el también pintor Julián Grau Santos, a la edad de 103 años. Hasta bien entrados los noventa pudo vivir de su pintura: jardines encantadores, niños, flores y alacenas, un mundo feliz, esta vez redondo y sedoso, que le ayudó a olvidar el otro, el cuadrado de donde venía, más ambicioso y potente pero también lleno de tristeza y desolación.
A los 17 años, se consagró como pintora precoz en un Valladolid efervescente y moderno, donde vivía entonces con su familia. La ciudad del Pisuerga estaba imbuida de la Generación del 27, con Jorge Guillén, los hermanos Cossío o un joven Francisco Pino que se enamoró de ella; todo parecía serle favorable. Al cabo de poco, Angelita Santos arrasó en el Madrid del Café del Pombo, la Residencia de Estudiantes y el Lyceum Club. El Salón de Otoño se rindió a sus pies por dos años consecutivos, en 1929, cuando presentó Un mundo, y al año siguiente, cuando tuvo una sala especial, a la altura de los consagrados como Gutiérrez Solana. Pero su afán desenfrenado por pintar y sus ansias de libertad se truncaron de golpe, y su rebeldía absoluta y tenaz le pasó factura en un entorno poco preparado para tales andanzas. Fue recluida y apartada de su mundo y, en parte, también del de los demás. Entonces Ángeles Santos, en pleno éxito y auge creativo, dejó de pintar y tardaría años en volver a hacerlo.
Fue cuando conoció, en Olot o Barcelona, a un joven artista, culto y apuesto, amigo como ella de García Lorca, llamado Emili Grau Sala. Él pintaba la luz, el bienestar y la buena vida, ella había pintado la oscuridad y el desaliento, y se enamoraron. Y Angelita volvió a pintar, esta vez mirando a su prometido. La boda se celebró en 1936, pero la Guerra Civil rompió cualquier esperanza de futuro. Grau Sala, republicano empedernido, se exilió en París, y Ángeles se fue junto a sus padres y sola dio a luz a su único hijo. No volvió a unirse con su marido hasta entrados los años 60, en el momento en que ella volvía a renacer como una artista conectada al Surrealismo y la vanguardia a partir de su obra primeriza. Y convivieron dos Ángeles Santos, la de los paisajes risueños modernos con la de las almas atormentadas del pasado. Justo gracias a esas obras de antaño conquistó el mundo contemporáneo; entró por la puerta grande en el Reina Sofía; el Museo Patio Herreriano le dedicó una retrospectiva en Valladolid; se le otorgó la Medalla Nacional de Bellas Artes e, incluso, obtuvo la Creu de Sant Jordi en el 2005. Siempre redescubierta porque a menudo era olvidada, ahora Ángeles Santos vuelve a ser noticia.
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