Sobreviviendo con gracia a la caspa
‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’, de David Trueba, tiene arte y emoción
Casi nadie hablaba inglés en la España de 1966 y esa carencia tampoco preocupaba lo más mínimo al Ministerio de Educación, fiel a esa arrogancia tan ibérica, ancestral y descerebrada de “que inventen y aprendan ellos, a nosotros nos sobra con lo que sabemos y tenemos”. David Trueba ha imaginado en su película Vivir es fácil con los ojos cerrados (primeras estrofas de Strawberry fields forever, esa canción inmortal) que un perdedor calvo, resistente, cálido y soñador de aquella época no solo había aprendido inglés para saber qué decían los Beatles en sus canciones sino que se había propuesto ganarse la vida intentando enseñarlo a los niños en el colegio.
Esa insólita actitud ocurría en una España casposa y subdesarrollada, con matones de sotana ensañándose impunemente con los críos, en la que algo tan inocuo como llevar el pelo largo era un acto de suprema rebeldía cuya factura podía crear un cisma familiar o que unas patrióticas bestias con tres copas encima raparan violentamente los cabellos del melenudo subversivo y maricón, asociaciones soeces que no precisaban el menor esfuerzo mental. En el viaje en un coche destartalado de este profesor hasta el desierto de Almería para perpetrar su sueño de saludar a John Lennon, que está rodando como actor la película de Richard Lester Cómo gané la guerra, va a conocer a dos personas que aún están más perdidas que él, un adolescente introvertido que se ha escapado de casa ante la amenaza del padre de cortarle el pelo y una chica embarazada y acorralada, sin saber qué hacer con su criatura y con su vida. Esas tres personas se otorgarán calor provisional, cada uno entenderá con generosidad las necesidades de los otros, surgirá la amistad, el deseo y el amor, sentirán que están vivos aunque el presente y el futuro sean oscuros, grisáceos o cutres, seguirán su problemático camino con la sensación de ser más fuertes.
Esta historia con desarrollo peligroso, que se prestaba al edulcoramiento, la anécdota alargada, la poetización simplista, la conclusión de que en el fondo todo el mundo es bueno, está contada por David Trueba con arte, sutileza, emoción y gracia. Están en ella el estilo, la capacidad de observación, el humor agridulce, la fluidez descriptiva, el lirismo, la ternura y la complejidad sentimental que contenían la película y la escritura que prefiero de él, la de su ópera prima La buena vida y la de su novela Saber perder. Me habían descrito Vivir es fácil con los ojos cerrados con el eufemismo de que era una historia mínima, una historia pequeña. No entiendo esa calificación. En cualquier caso, la prefiero a muchas películas con pretensiones o envoltorio de supuesta grandeza. Trueba consigue transmitir al espectador el amor que siente por sus personajes, funcionan las situaciones, los diálogos son muy buenos, nada resulta forzado. Ese vulnerable trío y lo que les ocurre no solo te parece creíble sino también entrañable. Permanecen en la retina y en el oído cuando te despides de ellos. Está realizada con inteligencia y corazón. Me ocurren cosas sorprendentes en ella. No suelo conectar con Javier Cámara, es un actor que casi siempre me resulta amanerado, de una cargante intensidad emocional, redicho, falsamente natural, especializado en caídas de ojos. Aquí me parece que hace un trabajo espléndido, a los cinco minutos me he olvidado de que me cae mal, me resulta espontáneo, gracioso y brillante. Quiero imaginar que a Lennon le habría gustado esta película. Y, por supuesto, hubiera percibido en el sonido de una guitarra y en la banda sonora a unos músicos especialmente buenos. Son los justificadamente legendarios Pat Metheny y Charlie Haden. No es un capricho gratuito y presumiblemente muy caro de David Trueba, no ha recurrido a ellos para tirarse el rollo exquisito. Tiene sentido. Explican y ambientan los sentimientos de los personajes. Vivir es fácil con los ojos cerrados es una bonita película. Ya sé que el adjetivo está en desuso o menospreciado, pero yo me entiendo.
Sin embargo, voces autorizadas me habían asegurado que Quai d’ Orsay, la última película de Bertrand Tavernier, cuya obra me fascinó durante mucho tiempo, pero que últimamente no me sugiere nada memorable, era una sátira muy ingeniosa y divertida, y en la que permanezco todo sus metraje con cara de palo e incapaz de contagiarme de las risas y carcajadas que escucho en la sala. De entrada, el argumento me provoca inmensa fatiga. Lo protagoniza un ministro de Asuntos Exteriores, su corte de asesores y el hombre que escribe sus discursos. Se supone que es muy jocoso lo que puede hacer un profesional de la política, que sea de derechas es trivial, con los parlamentos que pretende poner en su boca su izquierdista escribidor, la capacidad surrealista de ese ministro cuya exclusiva guía intelectual son los aforismos de Heráclito, para expresar al mismo tiempo una cosa y la contraria, para hablar interminablemente sin decir nada comprensible, para adaptarse camaleónicamente a cada situación. Si en la vida cotidiana apago la televisión cada vez que escucho a un político, tener que soportar durante dos horas los mecanismos y la farsa con la que construyen su imagen pública me resulta agotador. Conozco un millón de temas más interesantes que el que plantea la presuntamente corrosiva Quai d’ Orsay. Cómo me aburre esta caricatura (o imagen demasiado real e insoportable) de ministros y asesores.
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