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El placer del depredador

El cineasta Manuel Martín Cuenca retrata en ‘Caníbal’ las obsesiones de un antropófago

Gregorio Belinchón
El director Manuel Martín Cuenca en San Sebastián.
El director Manuel Martín Cuenca en San Sebastián. JAVIER HERNÁNDEZ

El fileteo de placer para Manuel Martín Cuenca ya venía desde Toronto. Caníbal fue muy bien recibida en el certamen canadiense, y la historia de un sastre granadino que como un depredador busca víctimas femeninas que le resulten atractivas para, tras matarlas, despiezarlas, filetearlas y comérselas con la misma fría meticulosidad con las que corta los trajes no ha dejado a nadie indiferente a nadie en su paso por el Zinemaldia.

Basada en la novela cubana homónima de Humberto Arenal, de la que solo ha quedado el origen según los guionistas –Martín Cuenca y Alejandro Hernández-, Caníbal habla desde el terror más frío y psicológico de la España de provincias. Si no fuera por algún móvil, una tele de plasma o el coche del protagonista, podría llegar a datarse en los años cincuenta del siglo pasado: “En este país hay cosas que no han cambiado. La vida de un individuo está hecha de capas y se nota más en las ciudades de provincias: heredas la casa de tus padres y a lo mejor nunca has cambiado del teléfono, de muebles. Esos objetos forman parte de un paisaje sentimental que no cambia”. De ahí el rodaje en Granada, una ciudad con un centro histórico poco alterado que tiene muy cerca las altas cumbres de Sierra Nevada, donde Carlos, el sastre, posee una cabaña donde descuartiza a las mujeres, en una filmación que se dividió en dos partes: la actriz rumana Olimpia Melinte interpreta a dos hermanas y durante dos semanas pararon para engordara diez quilos y cambiara físicamente, no solo en el tinte del pelo, de un personaje a otro. “Creo que hay mucho de Mur Oti, Saura y Buñuel en la película, de la España negra que ellos mostraron. Y de otros: La tía Tula, Calle Mayor, El extraño viaje… Me gustaría beber de esos maestros y también aportar algo más”. Y Martín Cuenca se define de provincias –“allí he nacido [en Almería], he crecido, así que los personajes son inconscientemente familiares”-. También de esa españolidad surgen las referencias cristianas: “El sacrificio, la sangre, la muerte, la transcendencia, la otra vida, eso lo tenemos metido dentro quienes hemos tenido educación cristiana. La religión no contesta a todo: ¿por qué Lucifer traicionó a Dios? Pues la película igual: ¿por qué Carlos empezó a hacer el mal? Tampoco nosotros respondemos”.

Eso sí, aporta una clara reflexión sobre la redención. “Tú cuentas una historia y punto. Y luego descubres cosas tras acabarla. Por ejemplo, antes sí hablaba de la redención. Ahora diría que es más sobre la fantasía de redimir al monstruo, que es una cosa muy femenina. Pero el tipo es lo que es. La humanidad siempre ha luchado por redimir, y cuanto más canalla es el hombre a cambiar, más mérito parece tener si se logra”. La plasmación del monstruo no se regodea en el gore, sino que el cineasta prefiere rehuir la carnaza. “Yo hablo de un dilema moral, no de si se cortan las vísceras. Desde el principio es muy clara. No escondemos las cartas, pero le mostramos de forma elegante. No me interesa la pornografía y sí la evocación y la inquietud de la normalidad: no ves, imaginas. Y eso golpea más el estómago del espectador.

En Caníbal hay un gran cuidado por el estilo –“esa frialdad es la distancia adecuada para contar la historia; huyo del melodrama, que en la vida real no existe”-, una fotografía muy elaborada, una fe en la actuación de Antonio de la Torre, aquí parco en palabras, y tras nacer del Atelier de Cannes, donde cineastas seleccionados encuentran un escaparate de sus proyectos para encontrar financiación, aterriza en la sección a concurso en San Sebastián con una apuesta en la que no hay banda sonora. “Huyo de esa música que subraya los sentimientos al espectador. Me parece hermosísimo trabajar el sonido como una banda musical”. Los ruidos del motor del frigorífico, del coche, de la radio de fondo en la sastrería crean una atmósfera de terror.

Ante la posible sensación de que este depredador no se ha hecho, sino que ha nacido así –o que no solo ha heredado el negocio de su padre sino también el canibalismo-, el director de La flaqueza del bolchevique y Malas temporadas sonríe con misterio: “Nosotros inventamos nuestra historia, y luego la quitamos para que el espectador sea quien decida. Carlos mata mujeres con las que en un principio no tiene vinculación, por las que se siente atraído. Y no mata de cualquier forma, genera situaciones, accidentes, acciones que le causan placer, el placer del depredador”.

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Sobre la firma

Gregorio Belinchón
Es redactor de la sección de Cultura, especializado en cine. En el diario trabajó antes en Babelia, El Espectador y Tentaciones. Empezó en radios locales de Madrid, y ha colaborado en diversas publicaciones cinematográficas como Cinemanía o Academia. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster en Relaciones Internacionales.

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