Juan García de Oteyza, vocación de editor
Parece hoy casi inevitable que unos vivan más allá de lo razonable y otros se mueran antes de tiempo. A Juan, fallecido el 26 de agosto en México, le ha tocado ser de estos últimos, para desolación de todos los que le conocimos. Decía María Zambrano que solo se mueren los que amamos, que los demás sencillamente desaparecen. Si ello es cierto proclamamos sin pudor y con tristeza que en este caso la muerte ha matado mucho.
Juan había nacido en día ominoso, un 18 de julio, en el año 1962, hijo de Mercedes de Oteyza, exiliada española en México, y de Juan García Ponce, escritor mexicano. Con apenas 20 años se fue a Nueva York a trabajar como editor, profesión y pasión de su vida. Yo lo conocí hace 25 años, cuando vivía en un cuartito lleno de libros, un camastro y una ducha en las afueras de Boulder, Colorado. Allí se había trasladado para fundar con Andrea Nasi, 20 años mayor que Juan, amigo y mucho más que amigo, la editorial Eridanos, que tenía su domicilio legal en Hygiene, un pueblito de cuatro casas y estafeta de correos. Traducían y publicaban grandes autores europeos inéditos en la lengua inglesa en unas pulcras ediciones impresas en Italia. Años más tarde, en idéntico cuartito en el East Village neoyorquino, trabajó en la editorial Marsilio, que continuó con el programa literario y añadió libros de arte. Agotado por prematuro el proyecto literario, Juan trabajó en el Servicio Exterior del Gobierno mexicano, ocupándose de tareas culturales. El año 2000 se incorporó a Ediciones Turner, primero en Madrid y luego en México. Volvió a Nueva York para dirigir la Fundación Aperture, dedicada a la fotografía. Desde hace tres años editaba como free lance para diversas instituciones. Su último libro, para la Fundación Televisa, lo acabó poco antes de morir.
Estos son los datos de una vida que son fáciles de resumir, que caben en unas pocas líneas. Otra cosa es vencer el estupor que nos ha causado su muerte. Más difícil, seguramente inútil y pretencioso, con pocas o muchas palabras, sería pretender dar una idea cabal de lo que fue este hombre. En realidad solo tenía Juan esas virtudes que apreciamos en los seres que nos conmueven y que por ello amamos. Yo me quedo con su manera de escuchar, con la dulzura de su trato. Con ese don de platicar que solo puede tener un mexicano, o que por lo menos yo solo he visto en México. Ese país donde al amigo se le llama hermano y lo es de veras. En el país donde hasta la mentira es mentira esa es la gran verdad.
La memoria es triste porque su alimento es lo perdido. Hemos perdido a Juan y parece que se ha reinventado la tristeza. Poca es la nuestra comparada con la de Sofía Ortiz, el amor de su vida. Muy poca comparada con la de sus hijas, sobre todo con la de sus hijas, Fernanda y Mariana.
J. M. Arroyo Stephens es editor.
Babelia
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