La oración de Cavarozzi
Siempre supe que precisaría de su fabuloso instinto para ver más allá de lo que ven los otros
Cavarozzi, que fue uno de mis amigos en el París de los años setenta, es muy ágil mentalmente y brillante hasta lo indecible. Aunque no es su mayor mérito en la vida, fue el autor de aquel eslogan del mayo francés que decía: “Sed realistas, pedid lo imposible”.
Ser tan brillante no le ha impedido estar siempre obsesionado por la humildad, a la que ve como la única sabiduría a la que podemos aspirar los humanos.
La humildad lo es todo para él.
—La humildad es interminable —suele decir, remedando un verso de Eliot.
Hará veinte años, decidió regresar a su Buenos Aires natal, y me cuidé muy mucho de no cometer el error de perderle la pista, pues siempre supe que a la larga precisaría de su coraje mental y, sobre todo, de su fabuloso instinto para ver más allá de lo que ven los otros.
Y ayer, sin ir más lejos, me acordé de él cuando me enteré del espionaje masivo norteamericano que ha desvelado Snowden. Pensé enseguida en la última vez que había visto a Cavarozzi, hacía tres años, en Buenos Aires. Ese día comentó que, a casi ya medio siglo de la Revolución de mayo, no había que pedir ya lo imposible, pues lo imposible estaba de largo entre nosotros.
Para empezar, me dijo, he de recomendarte que escanees tu ropa, puede que te estén espiando, que lleves nanosondas. Tuve que pedirle que, por favor, me lo repitiera. No era nada inverosímil, dijo, que civilizaciones avanzadas que dominaban la nanotecnología —ciencia del control y manejo de la materia a una escala menor que un micrómetro—, hubieran enviado ya a la Tierra robots de tamaño molecular y nosotros ni nos hubiéramos enterado; a fin de cuentas las nanosondas eran un método de indagación mucho más práctico que las naves espaciales, vieja parafernalia que solo servía para asustar a campesinos despistados.
—¡Cavarozzi!
Todo lo que él dice tiene un indudable tono de locura, pero cae siempre más cerca de la verdad que de la ficción. Porque a ver, ¿acaso, por ejemplo, no sospechamos que cualquier entrañable suelo patrio es en realidad una invención alienígena, un suelo pixelado hace siglos por artistas de planetas que están más allá de las nieblas monótonas de Saturno?
—¿Has visto lo vanidosos y ridículos que son los que creen que los americanos espían precisamente sus emails? —le pregunté ayer al llamarle con mi móvil a Buenos Aires.
—Te respondo en unos segundos, porque estoy aquí abajo —contestó.
Parecía imposible: alguien que desde hacía dos décadas se había ido a vivir a su Buenos Aires natal y no se había movido de allí en todo ese tiempo, estaba de pronto debajo de mi casa en Barcelona. ¿Era ágil también en eso? Miré por la ventana y, por increíble que pudiera parecerme, allí estaba el inventor del eslogan sobre lo imposible.
Al abrirle la puerta, no podía quitarme de la cabeza que Cavarozzi parecía haber actuado como los hombres del futuro, como los que con un solo parpadeo harán funcionar chips que les facilitarán en décimas de segundo viajar adonde su mente desee desplazarse. Pero preferí hacer como que no pasaba nada y seguí con el tema de la vanidosa paranoia de tanta gente que se sentía espiada por la Administración americana.
—Creen —dijo Cavarozzi— que Obama les vigila en persona, pero, ¿has visto al Obama trágico en Robben Island, en la celda de Mandela? ¿No viste el botón blanco del cuello izquierdo de su camisa? En él llevaba adherida una peonza extremadamente minúscula, una nanosonda. ¿Y cómo puede ser que no la hayas visto?
Fuimos a Internet para ampliar a gran escala la foto de Obama y pude ver en su botón, en efecto, esa minúscula mancha que recordaba a una peonza. Y comprendí que el presidente de los Estados Unidos no solo era espiado en la mazmorra de Mandela —en realidad una mazmorra cósmica—, sino que, además, su propio rostro delataba la angustia del momento, el inconfundible malestar de quien acababa de descubrir en aquel preciso instante que era vigilado desde las avanzadas regiones profundas que hay más allá de las brumas de Saturno.
—Y pensar —musitó Cavarozzi iniciando un rezo, una oración— que la gente cree que Obama está ocupado en espiar lo que ellos escriben en sus correos.
Me reí y angustié al mismo tiempo. Volví a mirar la expresión del presidente, su rostro aterrado en Robben Island en el momento de descubrir que fuerzas del universo le tenían apresado en la humildad interminable de una mazmorra infinita.
Al salir de la celda, Obama le dijo a la prensa que se hallaba “conmovido” y anotó en el libro de visitas de la cárcel una frase que repitieron todos los periódicos del mundo: “Deseo expresar un sentimiento de profunda humildad”.
Esas palabras de Obama en su mazmorra, siguió rezando Cavarozzi, no parecían estrictamente suyas, sino dictadas por civilizaciones altas, parecían proceder de ese mundo de flechas doradas que dicen que surge de chispas de bujías más allá de Saturno y de los últimos astros, y que así sea.
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