Mejor que Jerry sea real
Tenía informes de todas las maledicencias sobre su persona y de cómo se permitían hablar de él
A finales de 1964, recién cumplidos los diecisiete años, la familia me pagó un largo desplazamiento a California para que pasara unas semanas en casa de tío Eduardo en Santa Mónica. De aquel viaje iniciático guardo buenos recuerdos, muy especialmente del día en que mi anfitrión, con gran pompa paródica, me anunció que por la noche cenaríamos con Fred Quinby.
—¿Quinby?
Aquel invitado era el director del estudio de dibujos animados de la Metro y el afortunado productor de la serie de Tom y Jerry. Puede que su apellido lo hayan visto decenas de veces en los carteles de crédito de la serie, pero quizás no sepan que, al final de su vida, Fred Quinby, a pesar de producir una serie de tanta comicidad, tenía fama de ser enormemente antipático y carecer de todo sentido del humor.
En realidad, era la persona más odiada de Santa Mónica. Y yo, dada mi corta edad, me excité ante la idea de poder conocer por primera vez a un ser humano al que absolutamente nadie —salvo tío Eduardo, que era un ser especial— podía soportar.
¿En qué se diferenciaría de los demás un señor al que “odiaba toda la humanidad”? Mi tío Eduardo le acogió en su casa porque, según dijo, lo consideraba un tipo mucho menos cargante de lo que la gente creía. Eso hizo que recibiera yo a Quinby con ganas, pero un detalle físico estropeó bastante las cosas: el hombre tenía un grano en la frente, una pústula de color lila. Siempre he creído que aquel grano fue el causante directo de que él bebiera tanto esa noche. A los postres, Quinby tenía hipo y su rostro parecía desencajado, y alarmaba verle tan tambaleante en su silla.
—Minnesota —le oímos decir de pronto.
No tardamos en saber que deseaba indicarnos la región de la que provenía y de paso contarnos que de allí venían todos los mejores espías. De hecho, tenía a decenas de paisanos de Minnesota contratados para espiar lo que en Hollywood se decía sobre él, pues quería estar al corriente de las opiniones desfavorables que, sin duda producto de la envidia o de la frustración por los fracasos acumulados, emitían sus enemigos.
Hoy en día, Quinby se ahorraría mucho dinero en espías porque le bastaría con darse una breve vuelta por Internet para enterarse de lo que una multitud de cacatúas anónimas resentidas pensaban de él. Pero en 1964 todo era muy diferente y Quinby, que vivía en una paranoia extrema, se sentía muy orgulloso de disponer de tan espectacular lista de personas a las que, nos dijo, pensaba perseguir hasta su guarida para machacarles en cuanto llegara el momento oportuno. Tenía informes de todas las maledicencias sobre su persona y de cómo se permitían hablar de él sin conocerle de nada. Según nos dijo, no se le había escapado el nombre de ningún enemigo y si tenía tantos era porque en todas partes y en todas las circunstancias la supremacía del espíritu era lo más odiado en el mundo, y mucho más entre los chapuceros del mismo oficio, que buscaban, sin esfuerzo ni talento, ocupar el lugar en el que él estaba.
—Y algo está muy claro —insistió—, voy a perseguir y fumigar a todos esos pobres tarados.
Nunca he visto a nadie tan obsesionado con sus enemigos; recordaba a aquel que llevaba medio siglo obstinándose en comprender una cabeza de alfiler, e insistía.
De pronto, creí ver en Quinby al propio Tom, el gato de los dibujos de Tom y Jerry. Y le pregunté a bocajarro:
—Perdón, señor Minnesota. ¿Y si resultara que Jerry es solo una invención de Tom?
Le di tal susto que se le quitó de golpe el hipo.
Yo solo había pretendido insinuarle que si en sus célebres dibujos animados se suprimiera al ratón Jerry, eso convertiría en persecuciones fantasmales las andanzas del obsesivo Tom. Es más, el pobre gato perdedor, al tener que sucumbir ante un enemigo inexistente, caería en un doble ridículo y doble fracaso, lo que aún haría más deplorable todo.
Ya podía estar contento, había venido a decirle yo, de que sus enemigos fueran reales, pues habría podido ser mucho peor de ser estos una invención paranoica de su mente.
No creo que el pobre Quinby captara del todo lo que le había insinuado, pero lo cierto es que de pronto sonrió feliz. Fue como si se le hubiera borrado el furúnculo y hubiera, además, comprendido que para él iba a ser mejor aceptar que la apelmazada banda de los tarugos iba a estar ahí siempre con su murga perseverante.
Era mucho mejor que la murga fuera siniestramente real que dedicarse a la construcción de un enemigo irreal que no haría más que conducirle, a lo largo de persecuciones fantasmales, a un ridículo y fracaso duplicados.
En definitiva, era mejor que Jerry existiera a lo contrario.
Cuatro años después, leería yo en una entrevista a Gabriel Ferrater:
—¿La realidad es desagradable?
—Hombre, sí. Y la irrealidad, ¿qué?
Pues eso. Hoy, por ejemplo, hace muy mal tiempo y estoy esperando a que cambie. Pero está claro que es mejor que haga ese tiempo tan pésimo a que no haga ninguno.
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