Luz del tiempo en Itzea
La casa de los Baroja en Vera de Bidasoa es como una fortaleza “grande para pasear” en la que esta familia preservó su intimidad
El escritorio de Pío Baroja en Itzea (Vera de Bidasoa) parece preparado para que vuelva el novelista. Allí están sus sellos, sus tarjetas, sus plumas. Y está la luz, la luz de Itzea. Esa misma luz se mantiene en la habitación que fue de Julio Caro Baroja, el antropólogo, sobrino del novelista, del que hoy se cumlpen 18 años de su muerte. La luz de los Baroja, la luz del tiempo en Itzea.
Escribió Lewis Carroll: “Y trató de imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada”. Aunque sea de noche en Itzea parecería que en esta casa que los Baroja convirtieron en una fortaleza de su intimidad está quieta la luz que concibió, al final de su vida, en 1912, el abuelo Serafín, padre de Pío el novelista y de Ricardo el pintor, y de Carmen, abuelo de Julio (muerto aquí en 1995) y de Pío Caro (editor, que a los 85 años vive en Andalucía con su mujer, Josefina), y bisabuelo de los Baroja supervivientes. Este bisnieto de Serafín, Pío Caro Baroja, es editor, tiene 44 años, su hermana se llama Carmen. Con él vimos la luz del tiempo en Itzea.
Están las cosas del bisnieto, su ordenador, sus aperos contemporáneos, pero si se hace abstracción de esa luz de ahora, todo lo que hay en Itzea está ordenado por la mano del tiempo, y esta es la de Julio, el antropólogo. Como si él guiara aún la herencia moral de don Serafín y de don Pío y de don Ricardo y de toda la familia que de momento acaba con este Pío joven y con su hermana Carmen, todas las habitaciones, los pasillos, los recovecos amplios y hasta el granero, son la expresión de la minuciosidad respetuosa con la que Julio trascendió lo que Serafín quiso hacer de la casa. Un lugar para siempre, el pueblo de una familia, un sitio donde la muerte fuera un accidente pero no la oscuridad. Y es curioso: Serafín se murió en el verano de 1912, antes de que los Baroja habitaran Itzea.
La anunciaron como una vivienda propia para convento o para fábrica. Y al abuelo Serafín (Un abuelo fantásticotitula su biografía Pío Caro Baroja) lo atrajeron el sitio y la luz. “Itzea, la casa de Vera”, cuenta Julio en Los Baroja, “es el sitio donde yo estoy siempre más a gusto”, escribía en 1972. “Si no fuera porque el clima húmedo y relativamente frío del invierno vasco me produce trastornos en la salud me iría a vivir allí para todo lo que me quede de vida”. Porque la casa estaba “cargada de recuerdos malos los unos, buenos los otros”. Madrid era para él una visión amarga, “la de Vera es plácida. El recuerdo triste de Madrid no lo ha paliado el tiempo. El de Vera, sí”. Y aquí pasó sus últimos años. Ahora el sobrino abre las consolas misteriosas de la casa y señala los diarios que escribió don Julio durante toda su vida. Carpetas azules, anotaciones minuciosas de una vida inquieta y apartada. Hasta las últimas carpetas, en las que ya su memoria anota solo lo que le iba dictando su último aliento. Hasta que no hubo luz.
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Pero, como sucede en el escritorio de don Pío, aquí parece que sigue don Julio, que su propio escritorio requiere su presencia como algo esperado y natural, como si su voz dubitativa y cabreada y solitaria fuera a indicarnos que no se nos ocurra poner nuestras manos sobre esos manuscritos íntimos que el joven Pío guarda con el cerrojo de su lealtad.
La casa es grande, un pueblo, o una ciudad, o un barco, como hubieran querido los hermanos, don Pío o don Ricardo, los artistas que heredaron a medias la imaginación y la bohemia que vienen de don Serafín. Un día le preguntó Ortega al novelista:
—¿Y para qué quiere usted una casa tan grande?
Y don Pío respondió:
—Pues para pasear, para qué va a ser.
Sobre una de las mesas reposa una edición reciente (es facsímil de la que hizo Caro Raggio Editor en 1920) de Las inquietudes de Shanti Andía, una novela principal de don Pío. Nació aquí la novela, por aquí deambulan, como fantasmas, sus personajes, y se diría que el propio ejemplar que aquí reposa ha sido revisado (por el novelista, por su sobrino, ahora por su sobrino nieto) según las abigarradas notas superpuestas del original que también se guarda cerca del escritorio de don Pío, a la luz izquierda de la casa.
Ante estos muros, ante este suelo reluciente que Pío encarga encerar como si fuera a venir Serafín a controlar la casa, no es extraño que acuda a la memoria lo que escribió Julio Caro: “Mi amor a Vera [A ITZEA]empieza por ser un amor físico, valorizado por la experiencia anual de ir y volver. Todos los años al volver de Vera a la meseta tenía una sensación de angustia”. “Evidentemente no soy un castellanista (…) Por eso llegar de Vera a Castilla era cambiar la vida por la muerte”.
Cuando ya habíamos visto con él las salas verdes y amarillas, los lugares donde escribía don Pío, donde pintaba Ricardo, donde se juntaba toda esta familia que parecía el mundo, donde Julio rememoraba el pasado italiano (Caro Raggio, el editor, su padre, el padre de Pío y de Julio, el abuelo de este Pío, vino de allí), Pío el joven nos llevó al jardín trasero, donde se vivían los veranos y donde el antropólogo al que él cuidó cumplía un rito que este Pío de ahora quiso repetir en homenaje a la ausencia de tantos Baroja: nos invitó a una copa de champán. A esa hora, al tiempo en que las brujas que Julio Caro estudió se preparan para complicar la luz de la noche, era inevitable rememorar este otro párrafo de Los Baroja: “¡Qué noches las de agosto en Vera cuando brillan las estrellas y cantan los sapos como flautas!”. En esa contemplación de la noche como cómplice de sus sueños de vasco enraizado en Itzea, el sobrino del novelista que hizo de esta casa una patria literaria añadía que los atardeceres cárdenos de Castilla, ante esa memoria de la luz de su casa más querida, “me producían angustias y ciertamente no he sido de los que han cultivado de modo deliberado un sentimiento trágico de la vida”.
“¿Y el oír la lluvia menuda, pertinaz, desde la cama una noche de primavera?”. Ahí está la cama, allá está su memoria escrita, llena de melancolía, atroz al final; y allá arriba están los artilugios que inventó el tío Ricardo, el artista de vanguardia, el amigo de Valle; y por ahí andan los regalos que Azorín le hizo a don Pío, y los manuscritos de este, y el escritorio sobre el que ahora cae el atardecer como un abrazo del tiempo a una casa en la que parece que de pronto todos los fantasmas están vivos. Y aquí está el bisnieto Pío. Nos llevó luego a Francia, al lado; por esa vía se fue don Pío, espantado de los requetés a los que mandaba un falangista. Pero esa es otra historia. Por esa historia se congeló la conversación en esta casa, que fue lugar de tertulia amparada en esta luz de Itzea. Ellos no están, pero la casa los conserva hablando.
Babelia
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