Mágica travesía
Con 'El bosque del cisne negro' continúa el rescate de la obra de David Mitchell En la absorbente novela, un muchacho que lucha contra su tartamudez en la Inglaterra de Thatcher
Tengo memoria reciente de El atlas de las nubes, una propuesta literaria que es a la vez aventura, thriller, ciencia ficción, diario, correspondencia, interrogatorio… Una novela de múltiples protagonistas que atraviesa épocas en un camino de doble dirección. Tengo todavía memoria del día que data sus últimas páginas: 13 de enero de 1850. Cuando comienzo a leer El bosque del cisne negro, también es enero, pero el libro tiene un exclusivo protagonista, se llama Jason Taylor y tiene 13 años, esa edad limbo que te aleja de la niñez, pero que no te instala en la adolescencia, y la novela contiene una historia de aprendizaje, una propuesta que parece poco original e imaginativa y más viniendo de David Mitchell (Southport, 1969).
Me pregunto: ¿después de la desbordante y ambiciosa El atlas de las nubes, Mitchell intimista? Leo con prevención, pero ya el primer capítulo me divierte: compañeros de escuela con estatus según popularidad, presentación de familia, peleas en el lago helado, la rotura del omega del abuelo y la casita en el bosque con maneras de cuento infantil de terror. En el segundo capítulo, o segundo mes de ese año que contiene trece meses y que marca el tiempo de la historia, de enero de 1982 a enero de 1983, ya estoy completamente entregada. El capítulo se titula ‘El ahorcado’. Jason llama así a su tartamudez, un trastorno comunicativo que le deja colgado. “La gente cree que todos los tartamudos son iguales, pero en realidad hay dos tipos de tartamudez tan diferentes entre sí como la diarrea y el estreñimiento”. Y así, entre explicaciones técnicas y sentido práctico, el niño o el adolescente muestra sus trucos para engañar al ahorcado: pensar frases por adelantado y leer diccionarios para tener un buen vocabulario y poder sustituir palabras trampa. Jason ama el lenguaje y le gusta escribir, es un poeta que utiliza el seudónimo de Eliot Bolívar (antes de ese nombre solo se le ocurría Cliff Richard o Sid Vicious).
Sí, El bosque del cisne negro no es una excepción y una vez más está la formidable capacidad de David Mitchell para contar historias. La voz preadolescente es poderosa. Imaginativa pero también resolutiva; y la estructura narrativa, a la manera de Mitchell: trece capítulos que parecen no depender unos de otros, algunos de ellos sin finales cerrados, libres para referir la fantasía, el miedo, el asombro, la ironía, la curiosidad y la inteligencia de Jason Taylor. Una estructura que da intensidad a cada relato al tiempo que fortalece la historia completa, el carácter del protagonista y los personajes que le acompañan, también los movimientos de una pequeña comunidad inglesa a comienzos de los ochenta con una manera de estar y relacionarse. El lugar donde Jason vive se llama Black Swan Green (es inventado y no hay cisnes), pertenece al condado (real) de Worcestershire, y según su protagonista es el más aburrido del país. Y está la Historia que señala la época: la guerra de las Malvinas, el fervor patriótico que roza todas las clases sociales y edades, las reformas de Margaret Thatcher que incorporan el rechazo al otro.
Y está la música. Mes a mes conociendo a Jason, que trata de evitar el acoso de algunos de sus compañeros (magníficos actores de reparto). “Ser niño es como estar en el Ejército: lo que cuenta es el rango” (Jason pertenece al colectivo en desventaja), verle inmerso en la rutina familiar (matrimonio un tanto resquebrajado, clase media con dos hijos, Julia y Jason) o cruzando los jardines de las casas que son jaulas vegetales. Imbricado todo esto con la ensoñación propia de los niños. Un apunte, David Mitchell nació el mismo año que Jason y también padeció tartamudez.
Quien atraviese El bosque del cisne negro se encontrará con Eva Crommelynck. Es una mujer mayor, está sentada en un sillón de mimbre y escucha una música que no es otra que el sexteto de Robert Frobisher. Frobisher, el amanuense del músico Vyvyan Ayrs, y protagonista de ‘Cartas de Zedelghem’, una de las historias de El atlas de las nubes. Han pasado más de cincuenta años y Eva en aquel tiempo era una joven caprichosa y muy atractiva. Frobisher la amaba. Todavía les veo en el mirador de la torre contemplando la belleza de Brujas perfilada en tres tonos: “El naranja de las tejas, el gris de los muros y el marrón de los canales”. Eva se sentía emperatriz. Ahora ella habla con Jason. Él atiende al sexteto de Frobisher, y piensa: “Escuchar es como leer. Oír música es caminar por un bosque”. Trece años. Trece meses, trece capítulos. Número mágico. Mágica travesía.
El bosque del cisne negro. David Mitchell. Traducción de Víctor V. Úbeda. Duomo. Barcelona, 2013. 404 páginas. 21 euros (electrónico: 13,99)
Sexteto para solistas
"Al inicio está ese amanecer encapotado que envuelve la bahía y desfigura al Prophetess, un barco mercantil en reparación". Eso se lee en el diario de Adam Ewing, un abogado americano que espera partir desde las islas Chatman rumbo a su California natal. Es el año 1850, y lo que parecía iba a ser una lectura tranquila pues al conocer aspectos de la historia, tanto de la película basada en El atlas de las nubes, las caracterizaciones y duplicidades de sus personajes, como que el autor de la novela, David Mitchell, situaba escenarios ya en la mitad del siglo XIX ya en un futuro posapocalíptico, me iba a permitir entrar en el texto sin demasiadas sorpresas.
Me equivoqué, pues en cada página había un motivo que me inducía a seguir. Lo que resultaba sencillo, inquietaba; la risa producía desazón, y si lo incomprensible se transformaba en lógico y lo que parecía irresoluble se desvelaba transparente, no es extraño que lo sobrecogedor me sedujera. No en vano, esta es una narración compuesta de diferentes relatos cuyo encaje es excelente, y cuya mejor definición sobre su estructura la refiere el músico Robert Frobisher. Él habla de una obra musical propia que lleva el título de la novela. Dice así, El atlas de las nubes "es un sexteto para solistas que se solapan: piano, clarinete chelo, flauta, oboe y violín, cada uno en su clave, escala y tono. En la primera parte, cada solo se ve interrumpido por el siguiente; en la segunda, se retoma cada interrupción en orden inverso". Atención, pues Robert Frobisher es un personaje de la novela, así que hagámosle caso y sustituyamos a los solistas, el oboe, el clarinete, el violín… y démosles otros nombres. Adam Ewing, en 1850; Robert Frobisher, en 1931; Luisa Rey, en los años setenta; Timothy Cavendish, en nuestro tiempo; Sonmi-451, en el siglo XXII, y Zachry, el vallesino que habla cabrés, en un futuro posapocalíptico que nos instala en el final de los tiempos. Y sí, cada uno de los protagonistas tiene su clave y su tono, porque el autor utiliza un género literario diferente para cada historia. La aventura, el humor, la novela negra, la ciencia ficción… Y también cambia la palabra en su escritura: el diario, la epístola, el periodismo, la investigación, el interrogatorio… Estupendo Mitchell. En El atlas de las nubes, los siglos se caminan hasta llegar a un universo devastado y, a partir de ahí, como en la partitura de Frobisher, hay que rehacer el recorrido y regresar al Prophetess, donde nos espera Ewing.
Esta es una estupenda novela coral donde los protagonistas son esos relatos que parecen independientes pero que forman parte de un todo muy bien ensamblado, y a pesar de ese nexo común entre los personajes: un antojo en su piel con forma de cometa, no me apunto a la historia de la reencarnación y hago piña con el irreverente y fantástico Timothy Cavendish, ese editor al que le llega un manuscrito donde se cuenta lo que el lector ya ha leído. Cavendish declara que esa posibilidad de que Luisa Rey sea la reencarnación de Robert Frobisher es "un rollo demasiado hippie-grifota". ¡Bravo, Cavendish!, para en el momento siguiente descolocar a esta lectora comentando que él también tiene un antojo debajo del sobaco, pero que ninguna amante le ha dicho que se pareciese a un cometa. No he visto la película, pues atendí la crítica de Javier Ocaña, y no quiero que rostros tuneados y camuflados, ni almas de personajes que se desplazan a través del tiempo, me alejen del disfrute que he tenido al leer ese original y bien trabado juego estructural de El atlas de las nubes, que en 2006 fue publicada por Tropismos y ahora reeditada por Duomo. Regreso a mi amigo Cavendish, protagonista de una historia excelente y delirante, y compendio el mismo de sarcasmo y sabiduría, quien ante su desesperada situación declara: "Los libros no ofrecen una verdadera escapatoria, pero pueden impedir que una mente se despelleje viva de tanto rascarse". Pues eso.
El atlas de las nubes. David Mitchell. Traducción de Víctor V. Úbeda. Duomo Ediciones. Barcelona, 2012. 600 páginas. 21 euros (electrónico: 13,99).
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