Cojo, tuerto y manco contra los ingleses
El general Blas de Lezo impidió a la otra armada invencible tomar Cartagena de Indias Fue el mayor asalto naval de la historia previo a Normandía
—Su bendición, señor obispo, por Dios se lo pido.
Doña Josefa Pacheco era muy consciente de lo que demandaba. Fuerza y un rayo de gloria por parte de Dios padre para su marido. Don Blas de Lezo, aquel obstinado vasco de Pasaia (Gipuzkoa) que no admitía en su vida más flaquezas que las debilidades que acarrean las obligaciones, debía defender Cartagena de Indias y, con ello, la entrada a saco de los ingleses en Sudamérica: una obsesión del imperio de su majestad desde los inicios de la guerra de la oreja de Jenkins, que comenzó en 1738.
Pintaban bastos. Las fuerzas andaban escandalosamente desequilibradas en proporciones de cuatro a uno. Si los ingleses contaban con 23.600 hombres a las órdenes del almirante Vernon, los españoles no pasaban de 6.000. Eso sin contar el poderío de fuego: 990 cañones frente a las 3.000 piezas de artillería británicas. Solo la fe podía salvarlos. O más bien el fanatismo.
Fe que no tenían ni los propios cartageneros en su militar, ni en su monarca, Felipe V. Por aquel marzo de 1741, con la hermosa y picantona ciudad sitiada, lo último que se le había ocurrido a aquel lunático nieto del rey Sol, que se cagaba en la cama, deliraba la mayor parte del día y la noche y había contratado al castrato Farinelli para que le cantara nanas, fue enviarles como protector a un orgulloso marinero que para colmo se había presentado en el puesto cojo, manco y tuerto.
Mediohombre, le llamaban por la calle cuando sentían el toc-toc de su pata de palo. ¿Qué podía hacer aquel engendro contra la nueva armada invencible comandada por Vernon y apoyada por un tal Lawrence Washington, hermano de George Washington, futuro libertador del continente por la parte de arriba?
‘Mediohombre’, le decían por la calle
Como mucho, plantarles cara, cosa que ya había ocurrido entre ambos militares en Gibraltar, ese todavía hoy nido de piratas posmodernos del que echan mano las autoridades españolas cuando la cosa se pone cruda. Lo malo es que, como señala el historiador colombiano Pablo Victoria en su libro El día que España derrotó a Inglaterra (Áltera), en aquella ocasión, Vernon salió con 200 guineas en el bolsillo, y Lezo, con una pierna menos.
Tan solo contaba 15 años y una madura adolescencia de salitre y batallas cuando tuvieron que amputarle a palo seco, sin más anestesia que unos tragos de whisky y el desmayo que le produjo su propio dolor al sentir el serrucho primero y al notar después cómo le hundían el muñón en aceite hirviendo para cortar la hemorragia.
Años después, Vernon y Lezo volvieron a enfrentarse. Su mutua persecución se fue fraguando como una leyenda en los mares. Con el tiempo, el vasco fue ascendiendo en el escalafón y disminuyendo sus facultades físicas. Más o menos dos años después de Gibraltar, perdió un ojo en Tolón cuando una esquirla de piedra se le coló entre la vista al defender un fuerte amurallado.
Cuando contaba 25 años y era capitán de navío, se encontraba en el Mediterráneo. Debía abastecer a las naves que merodeaban Barcelona en la guerra de sucesión y participó en los bombardeos sobre la ciudad a bordo del Campanella cuando una bala de mosquete le atravesó el antebrazo derecho.
De esa guisa ni se le pasó por la imaginación abandonar la marina y fue a parar a Lima, donde se casó con Josefa Pacheco. Ya era una especie de santón entre los corsarios cuando dio con sus huesos en Cartagena de Indias. Por su parte, Vernon también había hecho carrera y se mostraba dispuesto a jugar en la gran liga de leyendas marinas británicas.
Más o menos dos años después
Al español le asistía la orgullosa humildad de saberse inferior y, por tanto, verse obligado a echar mano de su inteligencia para compensar sus carencias. El inglés era un fantasma obnubilado además por el poderío de su flota, cuya grandeza acabó convirtiéndose en debilidad, como indica el experto en Lezo José Vicente Pascual.
La historia les enfrentó en 1741. Los ingleses habían decidido el asalto final. Lezo los esperaba, como el capitán Acab aguardaba en aquella gran metáfora de todos los fantasmas a Moby Dick. Querían estrangular la línea entre el norte y el sur y cortar el tráfico de riquezas hacia España por Panamá. Nadie creyó en su estrategia. Pero el viejo marino supo aprovechar las pocas ventajas que tenía al máximo. Vernon, en cambio, estaba dispuesto a ahogarse en su propia arrogancia.
“Enviaron la mayor fuerza naval conocida hasta entonces en la historia de la humanidad”, comenta Pascual. Algo no repetido después hasta el desembarco de Normandía. Los bombardeos fueron los más violentos e intensos vividos en el continente americano hasta esa fecha. Lo que hizo a Vernon cometer el error de creer tan a priori en su victoria que hasta mandó noticias de la misma antes de que se produjera.
No esperaba el inglés que Lezo pudiera sacar tanto partido a la hora de acorralarlos por las estrechas entradas a la bahía de Bocachica y Bocagrande. Habilidad y fanatismo fueron cruciales. Los efectivos británicos alucinaban cuando les contemplaban rezar. Los ruegos surtieron su efecto, al parecer. Las deficiencias de abastecimiento, el calor, las enfermedades, la peste, fueron mermando las fuerzas inglesas hasta igualar números. Eso y la sangrienta batalla en tierra firme, que acabó con 2.000 bajas del enemigo y otros tantos huyendo despavoridamente. Las deserciones en masa de algunos que quisieron abrazar la fe para que se les diera bien de comer en los hospitales dio también, entre otras cosas, una victoria de la que a Lezo no le gustaba alardear. “Hemos quedado libres de estos inconvenientes”, se limitó a informar a sus superiores.
Lo que menos sospechó es que el enemigo lo tenía dentro. Sus desavenencias con el virrey de Nueva Granada, Sebastián Eslava, que le negó varias peticiones y le puso en entredicho, labraron su caída en desgracia en la corte. No tuvo tiempo de sufrirla mucho, porque la misma peste que había hecho mella en el enemigo se lo llevó por delante el 7 de septiembre de 1741.
Vernon, en cambio, regresó a Inglaterra y vivió un discreto declive. Discreto porque no era cuestión de cobrarle en público un descalabro que hubiese servido de desmoralización general. Así que fue enterrado en Westminster. Lezo murió en el olvido, sin cobrar las pagas atrasadas y dejando casi a la intemperie a su familia.
Dos ejemplos más de cómo cada país ha tratado a sus héroes. Los españoles los entierran como a villanos. Los ingleses disimulan con eufemismos hasta las catástrofes. En la lápida de Vernon se lee: “Sometió a Chagres y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria”. Es decir, hasta su propia derrota. Si no es eso un genial eufemismo…
Babelia
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