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Rojo de sangre en las venas

El Festival de Bayreuth concede los honores de la apertura a la ópera 'El holandés errante' El holandés es la ópera romántica por excelencia y esta alimentada de mitos y leyendas

De izquierda a derecha, el tenor Benjamin Bruns y el bajo Franz-Josef Selig en El holandés errante, en el Festival de Bayreuth.
De izquierda a derecha, el tenor Benjamin Bruns y el bajo Franz-Josef Selig en El holandés errante, en el Festival de Bayreuth.ENRICO NAWRATH (AFP)

Por segundo año consecutivo, el Festival de Bayreuth concede los honores de la apertura a la ópera El holandés errante. Es como un aperitivo sabroso para el nuevo El anillo del nibelungo,de Kirill Petrenko que viene después y es, claro, una oportunidad de ver en acción una vez más al director Christian Thielemann, el ídolo actual del mundo wagneriano, en un título que le fascina, y del que ha afirmado que es “la obra perfecta para iniciarse en Wagner: una pieza tempestuosa, arrolladora, oscura, animada por un aliento ardiente, donde los personajes se encuentran en su totalidad al borde del colapso nervioso. Hay fantasmas que cantan desde los restos de un barco naufragado, mujeres que se enamoran de viejos cuadros al óleo, la naturaleza está desatada, y al final se produce una gran apoteosis”. Como se dice en el libreto se respira un ambiente cercano al “rojo de sangre en las velas, negro el mástil”.

El director alemán es consciente de que la arquitectura sonora de la Festspielhaus de Bayreuth no es la ideal para esta obra romántica hasta el delirio. Por ello, se contiene, matiza, se extasía ante las sutilezas sonoras, pero de cuando en cuando se deja llevar por un fuego arrollador, por una tensión extrema, y así la representación transcurre como un suspiro, y el público la sigue con una concentración que impresiona, estallando al final en un griterío de aclamaciones a un trabajo musical tan inspirado y bien resuelto. Responde la orquesta en una combinación de precisión y pasión; llega a niveles de perfección el coro, tanto el masculino como el femenino, a las ordenes del gran Eberhard Friedrich; y se manifiesta con gran poderío el elenco vocal en su totalidad, en particular el tenor Tomislav Muzek, como Erik, y la soprano Ricarda Merbeth, como Senta, por primera vez en esta producción a la que se ajustan con una naturalidad y un empuje admirables. Los veteranos: Selig, Youn, Mayer, Bruns, vuelcan su experiencia en la construcción de unos personajes que bordan.

En escena eL show de la ópera de Bayreuth.
En escena eL show de la ópera de Bayreuth.ENRICO NAWRATH (AFP)

La puesta en escena de Jan Philipp Gloger levanta apasionada división de opiniones y es lógico que así sea, pero no es en absoluto un trabajo arbitrario y mal realizado. Al contrario. La dirección de actores y el movimiento escénico, por ejemplo, son extraordinarios, y la producción en su conjunto tiene fantasía y ritmo. ¿Cuál es el problema, entonces? Pues, sencillamente, estamos ante una cuestión de planteamiento ideológico. El holandés es la ópera romántica por excelencia y esta alimentada de mitos y leyendas. Todo rueda en cualquier caso en una dialéctica entre el amor y el poder, entre el idealismo y la realidad. Gloger mantiene el fondo del conflicto, pero estéticamente convierte el mar infinito en una instalación informática inabarcable, la artesanía de las hilanderas desemboca en una cadena de producción, y, al final, todo lleva a una denuncia de la frialdad afectiva de la sociedad de consumo, con Senta y el Holandés rebelándose con su actitud fuera de normas. Se pierde el romanticismo en primer plano y, sobre todo gracias al sentido del humor, se gana con la elaboración de un tratamiento metafórico no por evidente menos imaginativo. En fin, las discusiones están servidas. En cualquier caso, no voy a llegar al extremo de un admirado colega wagneriano centroeuropeo que afirmaba que “la tolerancia tiene un límite”.

Infinidad de políticos con el presidente Joachim Gauck y la canciller Angela Merkel a la cabeza asistieron a la representación. En la colina centra la atención una exposición sobre El Festival de Bayreuth y los judíos, de 1876 a 1945 y una instalación, a mi modo de ver un poco hortera, de figuritas de Wagner en plan masivo, que luego se pueden adquirir en una galería de arte al precio de 300 euros.

Las relaciones de Thomas Mann con Wagner es el tema de otra de las exposiciones que acoge la ciudad estos días. Como detalle más festivo, y extraordinariamente simpático, un restaurante tan estupendo como Landhaus Gräfenthal, de la familia Lauterbach, en Obergräfenthal, a ocho kilómetros de Bayreuth, ha incorporado a la etiqueta del vino Sylvaner que ofrece como “de la casa” nada menos que los primeros compases de la obertura de El holandés errante. Resulta que es el restaurante favorito de Thielemann. La verdad es que Wagner da para muchas ideas.

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