Bernardo Bertolucci, el último emperador
Un recorrido por el cine del gran cineasta italiano, que a sus 72 años estrena ‘Tú y yo’
Cuesta imaginar que se ha hecho viejo este señor de 72 años llamado Bernardo Bertolucci que desde hace años se mueve a través de una electrificada silla de ruedas. Su imagen siempre fue joven, tenía una pinta espléndida, y quieres pensar que si revisas su obra esta tampoco habrá envejecido, que no podrá aplicársele esa definición tan pomposa como cansina de “un cine que representaba el espíritu y la cultura de una época determinada”. Pienso en cosas tan peregrinas mientras me asomo a su última película con curiosidad inicial, magnetismo progresivo y algo relacionado con la emoción cuando llega el final. Se titula Tú y yo,la rodó en las lamentables condiciones físicas a las que le ha condenado su enfermedad pero con el talento intacto, desprende el aire de una despedida definitiva, retorna a temas y personajes que se repiten obsesivamente en su cine, su cámara se mueve con la habitual elegancia en el casi único escenario del sótano de una casa.
El argumento de ‘Tú y yo’ remite a mundos y sentimientos del cine de Bertolucci
Fue presentada en el festival de Cannes del año 2012. No en la trascendente Sección Oficial, sino en una paralela. Al parecer, el director más poderoso del cine europeo durante décadas ya no tiene relevancia para competir en primera fila. Y es probable que el estreno de su nueva y hermosa criatura no esté destinado a ser un acontecimiento. Ya nada lo es, a excepción de esos mamotretos sin alma protagonizados por los efectos especiales, planos que no deben de durar más de cinco segundos y diálogos descerebrados. Cada vez existen menos distribuidoras y salas dispuestas a acoger un cine que no puede, ni sabe, ni quiere renunciar a la autoría, que no asegure la digestión rápida por parte del espectador, el atracón de palomitas y el inmediato olvido.
Tú y yo es la adaptación de una novela de Niccolò Ammaniti que no he leído, pero su argumento te remite a mundos, sentimientos y espacios que Bertolucci ha tratado una y otra vez en su cine. La protagoniza un chaval de catorce años con el cutis devastado por el acné y ojos intensamente azules, solitario y crispado, carne de psiquiatra, refugiado permanentemente en sus cascos de música (sus gustos melómanos tienen criterios ajenos a la moda, no están habitados por el sonido de su época, suenan insistentemente David Bowie y The Cure), las novelas de vampiros de Anne Rice, el ordenador portátil, los interrogantes entre surrealistas y edípicos a su asustada madre y la sensación de que únicamente deja de sentirse perdido y solo cuando no le rodea nadie. Consecuentemente, fingirá que ha acudido con sus compañeros de clase a una semana de vacaciones en la nieve para ocultarse en el sótano de su casa y dedicarse a sus ensoñaciones en ese espacio lóbrego, acompañado por un ejército de hormigas y por fantasmas que le resultan gratos. Pero su paraíso será asaltado por la intemperie de una hermanastra yonqui que no dispone de otro lugar para guarecerse con su mono. La forzada relación entre esos dos hermanos que se desconocen en ese ambiente que a cualquier ser con aspiraciones de normalidad le resultaría claustrofóbico y siniestro está descrita por Bertolucci con aliento lírico, con comprensión generosa hacia los que han cruzado la raya más peligrosa por vivir en el límite y a los que deciden no moverse de su cueva espiritual porque intuyen que el infierno siempre son los otros. No sabemos qué ocurrirá en el futuro con esos niños perdidos y excéntricos que han encontrado calor mutuo durante una semana en las catacumbas, pero ser testigo de su experiencia íntima me ha resultado conmovedor. Aseguran que es una película pequeña en la filmografía de Bertolucci. Imagino que la etiqueta se mueve entre la condescendencia, la amabilidad y el desencanto. Hay películas supuestamente grandes y con aspiraciones de trascendencia que no soporto. Aunque lo que cuenta Tú y yo sea a ratos áspero y desasosegante, al finalizar tengo la convicción de que he visto una bonita película. Y no voy a contarle a ningún profesional de la modernez, el experimentalismo o la vanguardia en qué consiste eso tan antiguo, cursi y devaluado de una película bonita.
En mi experiencia con el cine de Bertolucci ha ocurrido de todo. Que empezara su carrera trabajando como ayudante de dirección al lado de una personalidad tan fuerte como la de Pasolini (por mi parte, prefiero de lejos al escritor y al poeta que al cineasta) o que estuviera convencido como uno de los personajes de su película Prima della rivoluzione de que no se puede vivir sin Rossellini, no le impidió al muy joven Bertolucci tener voz propia como director desde sus comienzos. Su cámara siempre poseyó un lenguaje identificable y poderoso, una visión de las personas y las cosas que aspiraba a la complejidad, una forma inquietante de contar sus historias. Mi recuerdo de Prima della rivoluzione, retrato de un joven confuso que decide finalmente apostar por lo fácil y claudicar de lo que había soñado, es agradecido. Tanto como la irritación o el aburrimiento que me provocaron la experimental Partner y la estilizada aunque también fatigosa y confusa La estrategia de la araña, inspirada en un cuento tan breve como magistral de Borges titulado Tema del traidor y el héroe. No he vuelto a revisarlas. Ninguna añoranza por ello.
La fascinación duradera hacia el cine de este hombre me llega con El conformista, la turbia y penetrante historia de un hombre que necesita traicionar a todos, envilecerse, asesinar por encargo del fascismo a su antiguo mentor para aceptarse a sí mismo. Es una película a la que el tiempo no le ha arrebatado su misterio, su perversa atmósfera, su erotismo, imágenes y secuencias deslumbrantes. Es lógico que Marlon Brando se sintiera hipnotizado al verla y aceptara protagonizar ese poético y salvaje ejercicio de psicoanálisis titulado Último tango en París. Aunque convenga ausentarse de ese poema desesperado y hermoso cada vez que aparece un mequetrefe insufrible llamado Jean-Pierre Léaud en medio de esa tragedia, lo que transmiten un Bertolucci en estado de gracia y un Brando desgarrado y genial que se atreve a mostrar en público cosas que solo pueden pertenecer a su alma es algo que se puede incrustar permanentemente en las entrañas. Y no es bueno para el espíritu identificarse con ese feroz monólogo que acaba en inconsolable llanto de Brando ante el cadáver de su suicida mujer, o su iconoclasta y borracho baile intentando volver a seducir a la última tabla de salvación aunque la sepa perdida, o esa luz con atmósfera de crepúsculo, o el aullido simultáneamente romántico y trágico, siempre hermoso, del saxo de Gato Barbieri.
Desde sus inicios junto a Pasolini, el director contó con voz y mundo propios
Después de ese volcán íntimo, Bertolucci intentaría retratar la voz de muchos, contar la historia de Italia desde el apogeo del fascismo hasta su derrota y combinar el lirismo con la épica en Novecento. La primera parte es admirable (el suicidio del impotente señor feudal, el abuelo recordándole al niño Olmo Dalco su incomprable condición de campesino) y la segunda abusa de banderas, panfleto con pretensiones de arte y una pareja de fascistas sádicos que pertenece involuntariamente a la caricatura. Este gran espectáculo europeo, protagonizado por estrellas emergentes del cine norteamericano como Robert De Niro y Donald Sutherland o leyendas perdurables como Burt Lancaster y Sterling Hayden, convenció a Hollywood de que este poeta europeo podía manejar presupuestos de lujo y seguir haciendo un cine personal. Los nueve Oscar a El último emperador lo confirmaron. Es preciosa la forma de contar esa historia tan triste, la de un emperador en extinción, a ese hombre progresivamente sin atributos, que fue condenado a la soledad más acomodada pero también feroz desde que era un niño.
Y ya sé que en medio de esta carrera frecuentemente esplendorosa han existido frecuentes baches. Ni los cito, porque me ponen enfermo. Me fascinó, pero tengo dudas de que la hipnosis sea perdurable, la historia de aquel crío heroinómano y enamorado de su madre, solucionada operísticamente, en La luna. Y el clímax de la descomposición de un sofisticado matrimonio occidental cercado por el desierto y la intemperie sentimental, en la adaptación que realizó de la novela de Paul Bowles El cielo protector. Recuperé al Bertolucci que amo en Soñadores, otra historia claustrofóbica de gente muy joven en medio del mayo de 68 en París, dispuesta a hacer intimista teatro entre cuatro paredes, chavales muy perdidos, mentirosos, sofisticados, sinceros, arrogantes, acojonados. Y me recorre algo parecido a la emoción en la despedida de los hermanos en Tú y yo. Él le suplica que deje la droga, ella le pide que se atreva a vivir, a relacionarse con los otros, a la ilusión y el riesgo, aunque ello implique las caídas más duras y la voluntad de levantarse. A pesar de las equivocaciones y los desastres, Bertolucci siempre ha contado lo que necesitaba contar. Yo le debo incontables sensaciones a ese artista con el cerebro y la sensibilidad intactas, pero confinado a una silla de ruedas.
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