El Papa se llama Paco
Un fenómeno de nuestra era es que la mayoría de sus creaciones no quieren decir nada
Un fenómeno principal de nuestra época es que una inmensa mayoría de sus creaciones no quieren decir nada. Algunas películas a cargo de respetados directores como, por ejemplo, La mejor oferta, de Giuseppe Tornatore, se esfuerzan de principio a fin en repetir la tontada de que “siempre en una falsificación hay una pincelada auténtica”. Es decir, la pincelada personal del falsificador ¿Y? Nada: he aquí su total mensaje, el punto conceptual adonde la mente debería dirigirse para no hallar importancia alguna puesto que esta película es, de principio a fin, un juego que juega con el juego de jugar. Juega, efectivamente, con la desaparición del cine como el mismo Tornatore anunciaba en su Cinema Paradiso.
El juego ocupa el más y el menos de la experiencia, sea con los productos creados o con los sobrevenidos del almacén. Los mismos productos llamados culturales se entretienen entre sí como si su mecanismo se hallara incrustado en el mecanismo anterior y más tarde en el precedente, hasta la inanidad de la repetición.
Este tiempo actual, catastrófico pero de entretiempo, viene a justificar la omnipresencia del vano entretenimiento. No es fácil hallar significación a las políticas económicas ni a sus proclamas represivas. La ecuación entre contención y cielo, entre pobreza y salvación ha perdido su lazo virtuoso y productivo. Se sufre, se sobrelleva, se pierde el empleo, se queda marginado y nos morimos sin más. ¿Una rebeldía efectiva hacia la Revolución? Nada de nada. ¿Un camino hacia el “Paradiso”? Tampoco. Los hechos y los desechos se funden como en una banda de Moebius sobre la que los días pasan sin que notemos que no pasa sino lo peor de lo que fuera mejor.
Quizás algunas novelas —género vetusto donde los haya— de renombrados autores —vetustos, casi todos— sigan con sus cantatas morales. El resto ha perdido la moral para llegar más lejos y, sobre todo, pierden peso para la vuelta al mundo con mayor facilidad. El entretenimiento es su condimento pero su core también. La novela fue la plomada imperial del siglo XIX, el cine fue la clave del siglo XX, la televisión es hoy, a través de sus series célebres, lo valioso del entretenimiento audiovisual, pero, en general, todo lo nuevo pretende acentuar sin dictar ni incordiar. La ignorancia es la máscara de la inocencia y la ley absoluta del robot.
De todo ello se hace culpable a la importancia de la audiencia pero seguramente también buena parte de la audiencia ha taponado sus oídos en vistas a que no hay nada interesante que escuchar. Todo el superabundante cine de acción catastrófica y sin pausa representa bien esta característica de la creación que trata de armar el máximo ruido contra la audacia de la temible audición.
Y prácticamente lo mismo sucede en las artes plásticas que no procuran por gusto denunciar nada de lo preexistente o si lo denuncian es a la manera de un juego sin emoción. El arte se conforma con que se vea su propósito amanerado de ser rebelde y su autoinmolación haciéndose cada vez más deleznable.
Pero todo esto, hay que decirlo, sucede especialmente con los bestsellers de millones de ejemplares mundiales y apartados de la novela convencional. Sus intrigas y sus misterios no se dirigen a nada que no sea la segura vacuidad. Así como las frenéticas persecuciones de automóviles en las superproducciones cinematográficas no se proponen otra meta que la de crear sobresaltos, la novela, el cine o la tele — en general— tratan de procurar brincos divertidos sin levantarse del sillón.
La moción y no la emoción productiva copan el mundo de la generación artística pero también la financiera, la social, la política y hasta teologal puesto que ¿hay otra prueba mayor de este simplismo que al Papa se le llame Paco?
El arte, como la religión, se halla en todas partes y en ninguna. Nunca desaparecen, siempre se transforman. Y el mundo se desenvuelve en un perpetuo intercambio entre la justicia y lo injusto, entre el sí y el no del valor. Ahora además, cabe añadir, mediante la indiferencia del canje infantil, inocuo y banal, entre la idea y la mercancía.
Babelia
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