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El Jefe escancia el rock en Gijón

Bruce Springsteen y la E Street Band conquistan a 30.000 almas en El Molinón en su único concierto de este año en España

Foto: atlas | Vídeo: atlas
Jesús Ruiz Mantilla

Solo los desatinados algoritmos poco exactos de los programadores internacionales sabrán por qué demonios el de anoche fue el único concierto que dio Bruce Springsteen en España este año. Quizás por eso, desde que a las 21.34 salió al escenario hasta que se retiró pasada la una, exactamente 3 horas y 32 minutos después tras entonar a pelo Thunder road, su actuación supo a gloria.

Las 30.000 personas que hace meses habían agotado en cuatro horas la compra del aforo para llenar el estadio Molinón se sentían de alguna manera privilegiadas por tener la oportunidad de contemplar a su ídolo en su parada por el país que dice adorar y desde el minuto uno mantuvieron su particular y multitudinaria comunión con este astro tierno, cercano, carismático y rabioso del rock.

A la salida en procesión de una ya abultada E. Street Band —en la última época reforzada por una poderosa sección de viento que suple como puede en los afectos, pero espectacularmente, la leyenda de Clarence Clemons— siguió la aparición de Bruce. Sobrio, amable, calentando lentamente lo que sabe que son noches de exceso para sus curtidos 63 años, conservando su voz de grave trovador en un punto admirable, Springsteen demostró desde el inicio que este no iba a ser un concierto para animar la compra de su último disco y comenzó con My love will not let you down.

Siguió con Out in the street y solo media hora después entonó Wrecking ball junto a ese himno medio celta, medio marcial que es Death to my hometown. Antes había satisfecho unas cuantas peticiones de cartel: Better days, Ain’t good enough for you…, buena costumbre que practicó a menudo a lo largo de la noche. Y ya tenía al público rendido junto al núcleo duro de la banda. Los Nils Lofgren, Steve van Zandt, Gary Tallent, Max Weinberg, Roy Bittan… crecen y mejoran, descargan la emotiva y megalómana energía que requieren los conciertos de Springsteen con un oficio que colma las expectativas a lo grande.

Lo hacen a tono en la épica de canciones como Born to run o Badlands, en la diversión rockanrolera de Spirit in the night o la traca final cañera de fusión entre La bamba y Twist and shout o en la desgarradora intimidad poética de sus legendarias tragedias narradas como The river o, y eso sí que fue una novedad escucharla en directo, una joya como Drive all night.

Cuatro décadas y camino de los 50 años en los escenarios dan para mucho. Pero uno no permanece en la cima tanto tiempo seguido por pura casualidad. Solo una mezcla de secretos indescifrables, voluntad, pasión y entusiasmo escasamente arañado por el paso de los años lo explican.

También una nada afectada cercanía, la del chico eterno que sale cada noche al escenario con una guitarra que necesita su mano de barniz y que todo lo da, todo lo entrega entre la sonrisa y el rugido sin renunciar a sus momentos de placer —como los días que ha pasado en San Sebastián dándose algún que otro homenaje culinario—, pero sin olvidar su compromiso constante con el desgarro.

Springsteen sabía que se le esperaba con ansia. Y ya que no se darán este verano sus tradicionales paradas por Barcelona o Madrid, donde ahora hace poco más de un año dio uno de los conciertos más largos de su carrera —que ya es decir— en el Bernabéu haciendo botar al estadio durante 3 horas y 48 minutos, el Boss logró una inmediata comunicación con su público en Gijón a base de un glorioso repaso al repertorio.

Hondo y sereno, Bruce, se centró en ese cuadrilátero mágico que forman sus discos Born to run, The river, Born in the USA y The rising. Digan lo que digan los críticos, es como el vino. Mejor cuanto más viejo. Ni cansa ni se te atraganta. Ahí están los fans para atestiguar que si en la década de los ochenta sus actuaciones rondaban las cuatro horas también con descanso, ahora ni necesita el respiro que agradecían él y su banda entre bambalinas.

Más diestros, en la E. Street Band se echan en falta las bases melódicas de Danny Federici al piano y la contundencia casi tribal de Clarence Clemons en el saxofón. Ahora son invocados en una especie de exorcismo por el jefe en cada concierto, pero la banda, ese culmen de mecanismo engrasado y sabiduría rockera a la que el jefe regresa siempre tras sus escarceos en solitario o en grupo con otros músicos, está pletórica.

Ayer le acompañaban todos sus supervivientes en esta regirá que ha comenzado en Australia, lleva recorrida su mitad europea y acabará en septiembre por sus tierras. El disco es la excusa. Este Wrecking ball de muy básicas raíces folk mezcladas con rock que pasará sin pena ni gloria en su repertorio después del mucho más lúcido Working on a dream.

Pero nos vale para disfrutar de sus maravillosos 63 años, a punto de cumplir unas cercanas bodas de oro en el negocio. Cuando aparece, Springsteen aplica su simpático ahínco, su divinidad de obrero del barrio, su estampa de Aquiles sin talón para llevarnos por el luminoso jolgorio de su rock and roll que no capitula ni se baja del burro.

Del muchacho melenudo y rebelde que se peleaba con su padre porque no sabía qué coño hacer de él y solo cumplió a medias el sueño de su madre de que se convirtiera en escritor, queda este pedazo de artista electrizante, eterno, ejemplar, que día a día transmite el compromiso de su música a sus seguidores.

Por cierto, en esta ocasión, doña Adele, ya nonagenaria, acompaña a su hijo en la gira y seguramente ya ha tenido ocasión de comprobar que si no un autor de novelas, sí quedó a su vera un urdidor de historias eternas de perdedores, un poeta de la carretera, de la fatiga, la derrota y la esperanza, tan épico como doméstico, tan sensible, sencillo y directo como profundo, oscuro e inagotable.

Se siente Springsteen en un momento dulce. Con gasolina para el entusiasmo. Hace poco aseguraba a la revista Rolling Stone que los últimos años de su carrera han sido los mejores aunque por medio haya perdido amigos y contemplado como el negocio de la música se hacía añicos a sus pies. Pero el directo es lo suyo. Y para quien lo vio en sus últimas apariciones en España de corrido a lo largo de los últimos tres años no puede negar que está más que en forma. Ayer en Gijón, el milagro de su indestructible presente se hizo de nuevo carne.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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