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ESPECIAL FERIA DEL LIBRO / EN PORTADA

Son de lo que no hay

La literatura fantástica vive una primavera editorial pese a la competencia del realismo hegemónico La imaginación impulsa nuevos sellos y colecciones a la vez que rescata clásicos del género

Fernando Savater
'Autorretrato en la cama' de Moebius incluido en el volumen 3 de 'Inside Moebius' (Norma Editorial).
'Autorretrato en la cama' de Moebius incluido en el volumen 3 de 'Inside Moebius' (Norma Editorial).

Cierto amigo, ya fallecido, cuando íbamos a un restaurante sin pretensiones —benditos sean— y alguien lo recomendaba diciendo “aquí comeremos como en casa”, siempre protestaba: “¡Ah, no, yo lo que quiero es comer bien!”. En efecto, la dieta cotidiana precisamente por serlo puede no resultar la más apetecible. De igual modo, la vida a la que nos resignamos cada jornada, lo real empeñado en parecerse minuciosa y fatalmente a lo real, tampoco tiene por qué apasionarnos siempre como argumento literario. Es más, la descripción minuciosa y esforzadamente fiel de la realidad es insuficiente para comprender la realidad misma. Ocurre que lo auténticamente significativo nunca sucede fuera de nosotros, en el escenario fotográfico y pedestre, sino dentro, que es territorio fantasmagórico. Acudimos a lo fantástico no para huir de la realidad —objetivo tan digno como imposible— sino para ponerla mejor a nuestro alcance o, como diría el lobo a la realista Caperucita, “para entenderla mejor”. No debemos olvidar que Borges catalogó la teología y digamos que por extensión también la filosofía misma como pertenecientes a la literatura fantástica. En la misma línea, Paul Valéry —un poeta racionalista donde los haya— escribió en su Pequeña carta sobre los mitos: “¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de lo que no existe? Poca cosa, y nuestros espíritus desocupados languidecerían si las fábulas, los malentendidos, las abstracciones, las creencias y los monstruos, las hipótesis y los pretendidos problemas de la metafísica no poblasen de imágenes sin objeto nuestras profundidades y nuestras tinieblas naturales”.

Desde luego es cuestión de carácter, como casi todo lo que respecta a gustos literarios. Entre quienes admiten el placer de la ficción, que ya es fantástico de por sí, los hay que solo son realmente capaces de disfrutarlo si refleja con esforzado parecido el orden desordenado con el que suelen convivir: la vecina del tercero izquierda, esposa insatisfecha que busca consolarse con el hijo del portero, quien a su vez padece maltrato laboral en una empresa dirigida por un capitalista beneficiado por la guerra civil, que a su vez… Todo muy interesante para quien se interese por ello. Pero existen caracteres diferentes, reacios a la función del espejo o nostálgicos de atravesarlo para ver qué hay al otro lado, que nos identificamos con lo que dijo de sí mismo el gran Herbert George Wells: “Quizá soy persona de excepcional condición. No sé hasta qué punto experimentan otros hombres lo que yo. A veces padezco extraños alejamientos de mí mismo y de lo que me rodea. Me parece que observo lo exterior desde parajes muy remotos, fuera del tiempo, del espacio, de la vida y de la tragedia de las cosas”. Para esos paladares está hecha la literatura fantástica, aunque a través de ella volvamos siempre a recaer en la vida y la tragedia (o comedia) de las cosas.

Acudimos a lo fantástico no para huir de la realidad sino para ponerla mejor a nuestro alcance, para entenderla mejor

Basada en la maravilla o el estremecimiento sobrecogedor, los tiempos no son propicios al género a pesar de la sobreabundancia casi industrial de artefactos literarios que pretenden pertenecer a él. Cuando cualquiera de nosotros, por ramplona que sea su imaginación, lleva ahora en el bolsillo un objeto prodigioso del tamaño de un paquete de cigarrillos que permite comunicarse con cualquier parte del mundo, enviar sonidos e imágenes, tomar fotografías, ver películas o acontecimientos deportivos, consultar archivos y bibliotecas, orientarse en ciudades desconocidas, recibir noticias, solicitar ayuda si se está en peligro, buscar novia o jugar al póquer, además de mil cosas más, creer en la magia se ha vuelto difícil por saturación. Nos hemos familiarizado con lo milagroso, cuya esencia consiste precisamente en romper con lo explicable y familiar. Las profecías innovadoras de Jules Verne o el propio H. G. Wells no nos transportan ya imaginativamente hacia el futuro sino que ahora tienen el encanto nostálgico de aquellos tiempos en que lo supuestamente imposible era todavía imposible de verdad y no una rama de las ofertas otoño/invierno de los grandes almacenes. Tal como decía el viejo chiste que le habría ocurrido de haber vivido en España o México, Franz Kafka se ha vuelto ya en todas partes un escritor costumbrista… Sin embargo, el encanto literario de lo fantástico sobrevive a su cumplimiento tecnológico: aunque hoy ya el submarino sea un vehículo tan prosaico como el autobús, el Nautilus sigue siendo el libertario enigma de los mares…

Para los aficionados al género que no nos resignamos a la manufactura idiotizadora de subproductos con elfos, dragones, conspiraciones de sectas que aspiran a dominar el mundo (¡vaya cosa!), etcétera, están nuestras editoriales de referencia. Por ejemplo Valdemar, en cuyas colecciones se encuentran en ediciones excelentes los mejores clásicos de nuestra afición. La última joya que han publicado es Noctuario del sombrío y espléndido Thomas Ligotti, algunos de cuyos relatos podría haberlos firmado un Edgar A. Poe redivivo sin enrojecer. O La Biblioteca del Laberinto, animada por el indomable Paco Arellano, gracias a la cual vamos conociendo todo lo escrito por ese narrador puro que fue Robert E. Howard, pero cuyo catálogo entero es puro tocino literario de cielo borrascoso: Edmond Hamilton, Henry Kuttner, Edgar Rice Borroughs, etcétera. Y además publica Delirio, la mejor y más erudita revista de ciencia ficción y fantasía de nuestro país que ya va, lo crean o no, por su entrega número 11. También contamos con la editorial Alamut, que entre otras obras más recientes de ficción científica nos ofrece lo indispensable de Arthur C. Clarke, Isaac Asimov o de Orson Scott Card. Claro que hay que permanecer alertas, porque a veces una editorial no identificada con el género nos brinda algo que no debemos perdernos: por ejemplo, Anagrama acaba de publicar Wild Thing, de Josh Bazell, una divertida sátira con monstruo del lago, pero también con sexo, narcotráfico y mil sobresaltos humorísticos más.

Creer en la magia se ha vuelto difícil por saturación, pero el encanto literario de la fantasía sobrevive a su cumplimiento tecnológico

Por lo general, la literatura española suele acostarse más del lado del realismo que del rincón fantástico y eso se nota sobre todo cuando los autores de recursos más modestos se empeñan en fabricar thrillers esotéricos y seudohistóricos al modo de las sagas más vendidas del mundo anglosajón. Pero eso no quiere decir que carezcamos de buenos ejemplos también en el terreno de lo imaginario, empezando por las Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer. En su ilustre traza, ciertos autores reputados en otros campos han hecho excelentes incursiones en lo fantástico, como Ana María Matute, con su Olvidado Rey Gudú que haríamos mal en olvidar, José María Merino o Javier Marías (quien no solo ha escrito buenos cuentos de fantasmas sino que es un excelente connaisseur de ese mundo, el otro mundo). También Juan Benet ha firmado narraciones espectrales de gran originalidad, y Vicente Molina Foix ha acuñado leyendas urbanas intensas e irónicas, lo mismo que Antonio Muñoz Molina, quien es autor de una de las novelas de fantasmas (o novela breve con fantasma) mejores que conozco: Carlota Fainberg.

Pero sobre todo hay escritores que se han especializado con bravura en los géneros de la fantasía, como la estupenda Pilar Pedraza, delicada, morbosa, inventiva y cruel, o José María Latorre, fiel al estilo clásico de los relatos terroríficos. En los dominios de la ciencia ficción, el gran veterano español del género es Gabriel Bermúdez Castillo, del que La Biblioteca del Laberinto ha publicado la space-opera Espíritus de Marte y los cuentos reunidos en El mundo de Hókum. También tiene ya una larga trayectoria César Mallorquí, cuya última novela —La isla de Bowen, Premio Edebé de Literatura Juvenil 2012— reúne el encanto algo antañón del relato tradicional de aventuras con un argumento de alcance extraterrestre. Aunque varía de un género a otro con versatilidad casi estresante, siempre he seguido con interés al intensamente imaginativo León Arsenal (¡qué buen seudónimo!) desde que en 2004 formé parte del jurado que le concedió el Premio Minotauro por Máscaras de matar. Una declaración de fe: estoy seguro de que hay muchos más, jóvenes y nuevos, que yo no conozco a causa de ser más dado a releer que a leer, por la culpa combinada del hedonismo que no se arriesga y la vejez que tampoco. Pero ahora lo confieso, como don Quijote en la playa fatal bajo la lanza del conjurado, “porque no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad”.

Cuando estaba escribiendo estas líneas, murió Ray Harryhausen, el mago paciente e ingenuo de los únicos efectos especiales cinematográficos que jamás olvidaré. Sobrevivió solo poco más de un año a Ray Bradbury, su compañero de instituto y amigo de toda la vida. A ambos les debo tantos momentos felices que renuncio a decirlo con palabras. En una entrevista al alimón, Harryhausen hablaba de su adolescencia con el otro Ray, rememoraba la fecha lejana en que se conocieron y empezaron a compartir gustos —dinosaurios, platillos volantes…— y concluía: “Desde entonces, hemos crecido juntos”. Bradbury le corrigió: “No, nos hemos criado juntos, pero no hemos crecido”. Soy uno de los muchos que hoy les recuerdan a ambos con gratitud, porque nos hemos criado con ellos, pero afortunadamente —¡Dios no lo permita!— sin crecer jamás.

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