Lubitsch y Raphaelson, S. L.
Samson Raphaelson y Ernst Lubitsch hicieron nueve películas juntos, entre ellas las deslumbrantes Un ladrón en la alcoba, El bazar de las sorpresas y El cielo puede esperar. Fue una de las insólitas y extrañísimas parejas que juntó Hollywood: el dramaturgo intelectual y el rey de la comedia sofisticada, la pipa con tabaco inglés y el eterno puro Lippman mascado hasta la trituración. Podrían haber montado un excelente juego de dobles con Billy Wilder y Charles Brackett, pero esa es otra historia. Muy joven, Raphaelson escribió El cantor de jazz, que en 1927 se convirtió en la primera película hablada, y le liberó de “intentar repetir un éxito como aquel”. Tampoco le interesaba el cine hasta que le entusiasmó El desfile del amor, uno de los mayores triunfos de Lubitsch, que a los pocos días le llamaba para encargarle el guion de Remordimiento.
Lubitsch y Raphaelson escribían hablando, con una secretaria taquigrafiando sus velocísimos intercambios. “Él escribió algunas de mis mejores réplicas”, cuenta Raphaelson, “y yo inventé algunos de los típicos toques Lubitsch”. Trabajaban a partir de obras centroeuropeas desconocidas en América, para no tener que imaginar argumentos y así poder “concentrarse en la forma”. Lubitsch le contaba una trama a Raphaelson, él la adaptaba, y luego empezaba el auténtico trabajo: reescribir, reescribir, reescribir; pulir cada frase hasta que volaban como flechas directas a su objetivo. “Su sentido para apreciar en su justo valor una escena, una imagen o una interpretación”, cuenta el guionista, “era el de un genio. Ese es un don mucho más escaso y preciado que el simple talento, enfermedad tan común entre los mediocres”.
Una mañana de 1943 (y aquí comienza realmente la historia que me apasiona) le dicen a Raphaelson que Lubitsch ha tenido un infarto y se está muriendo. Raphaelson escribe entonces un obituario que es mucho más que un obituario. Quiere decirle por escrito lo que no se atrevió a decirle en vida y compone una mezcla de retrato y de carta íntima que su maestro ya nunca leerá. O al menos eso cree, porque, realmente, el cielo puede esperar: Lubitsch no muere aquella mañana. Cuatro años más tarde le llama de nuevo para escribir juntos La dama de armiño, que se convertirá, literalmente, en su última película: fallece apenas comenzado el rodaje.
La tarde en que acaban el guion, Lubitsch le confiesa que leyó el obituario: su secretaria fue indiscreta. Y le dice: “Lo aprecié, Sam. Realmente lo aprecié”. ¿Apreciar? Raphaelson se indigna. La indignación es la máscara del pánico. Comienza a ver su escrito con los ojos del maestro y solo atrapa defectos, defectos, defectos. Vuelve a escuchar su eterna voz tras cada secuencia: “Sí, claro, está bien. Pero bien no es suficiente. Para nosotros tiene que ser genial”. Se escucha a sí mismo en tiempo presente, con el tono de un niño pillado en falta: “¡No era más que una primera versión!”. “Te creo, Sam. Estoy convencido de que si mañana caigo muerto harás un trabajo de pulido que me encantaría leer por adelantado”. ¡Y lo hacen! Enorme escena: Lubitsch corrigiendo su propia necrológica con su guionista de cabecera. Y al final… No, el final no lo cuento: para eso está Raphaelson, que ya lo hizo formidablemente en 1981, en el New Yorker.
Desconocía ese texto y no lo he descubierto hasta anteayer, como quien dice. La editorial Intermedio lo publicó el pasado noviembre bajo el título Amistad, el último toque Lubitsch, traducido por Pablo García Canga, que completa el volumen con Glosario innecesario, estupendo bonus track, una pieza breve pero que recuerda, en su estilo y aliento, la prosa de Ragtime, de E.L. Doctorow. Me encanta que exista un libro como este, me encanta el cuidado de su edición: me hace sentir “europeo”, como si estuviera en París y acabase de toparme con un volumen de Le Dilettante o de Quai Voltaire. Descubro también que Samson Raphaelson escribió Amistad (“Freundschaft”, a la manera vienesa) a los 81 años. Cuesta creerlo: por su ligereza, su precisión y la perspicacia de sus observaciones. Ya quisiéramos llegar a esa edad con esa cabeza (y ese corazón). Raphaelson tuvo una vida larga y feliz: 89 años. Su mujer llegó a los 101. Se llamaba Dorothy Wagman, apodada Dorshka por sus íntimos, y en 2005 era una de las dos únicas Ziegfeld Girls que quedaban vivas. Y que con el nombre de Dorshka Raphaelson publicó en los años treinta un libro de memorias, Glorified, donde narraba su vida en las Follies de Ziegfeld. Libro perdido, descatalogadísimo, que promete mucho y que una de estas pequeñas y maravillosas editoriales que están brotando quizás podría hacernos el regalo de recuperar.
Babelia
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