Caballero Bonald, la excepción
El escritor contravenía estilísticamente la norma y dignifica el fluir de la lengua
Hace cincuenta años que José María Castellet organizó un seminario internacional sobre Realismo y realidad en la Literatura Contemporánea, distinguiendo, entre las dos últimas generaciones en marcha, la que discurría por un realismo narrativo de tono menor, cotidiano, de gran valor histórico y social y con mayores posibilidades estrictamente poéticas que el anterior. Hablaba de la que se denominaría generación del medio siglo, ya separada estéticamente de la primera promoción de posguerra. Y, desde ella, José Manuel Caballero Bonald destacaba con su primer gran libro, Las adivinaciones. Como su promoción sería amparada por la colección Collioure, de Jaime Salinas y José María Castellet, él destacaría, de entre sus compañeros, por el tono narrativo menor que el grupo había heredado de Antonio Machado y César Vallejo, pero a ello añadía el refinado tímpano trabajado en las escalas del maestro cubano Lezama Lima. No escondería la admiración rendida por el grupo de poetas amigos a Mallarmé, a Keats, a Shelley, a Byron, a Cavafis, Cummings, Novalis, Baudelaire y Rimbaud. Pero uno de los rasgos más importantes va a ser imponer la ruptura dentro del campo de la teorización poética. Si poesía no es comunicación, como dijo Carlos Barral desde las páginas de Laye, (porque) “identificar poesía con comunicación constituye una simplificación peligrosa del proceso poético”, la mirada cómplice de José Manuel Caballero Bonald, ya aportaría en la práctica desde su primer libro una mirada caracterizada por rigurosa disección de lo real y una exigencia estilística poco frecuente en la literatura contemporánea.
A partir de Toda la noche oyeron pasar pájaros, que comienza siendo una historia de familia inglesa trasplantada a un puerto del sur, la forma narrativa de avanzar de Caballero logra difuminar los argumentos hasta ofrecer al lector un completísimo mosaico de mundos concienzudamente articulados, y, como por sorpresa, el narrador exhibe sin pudor la puesta a punto de unas piezas que palpitan y se ajustan como un reloj perfecto, movido por personajes en su mayoría atormentados, predestinados por una realidad inamovible. Sumergido en una naturaleza asoladora, eleva a singular protagonismo los matorrales vivos, las algas muertas que bordean las playas, las yeguas con memoria, las jacas con calentura, los pájaros premonitorios, en un espacio casi acrónico si no fuera por las expresas aisladas referencias como las de la guerra civil que apuntalan medularmente el tiempo interior de los relatos. Las historias (eróticas, dramáticas, paródicas o esperpénticas) se van insertando orgánica y magistralmente pero existen a la vez como relatos independientes, mas articulados con el todo, y son cada uno de ellos aclaratorios e imprescindibles. Llenan de humor, de información, de moralidad, de sentimientos, de sensoriales brisas el texto general, ya que no se agotan en sí mismos sino que acaban concluyendo en los cierres, no porque el autor así lo exija sino porque el ritmo narrativo, tras la expansión, parece abotonarse obedeciendo al impulso profundo que caracteriza a Caballero.
Lo mismo sucede con los poemas en prosa desde Laberinto de fortuna, el autor tiende puentes entre prosa y poesía, alterando precisamente los mecanismos de expresión, su modo: "soy aquel que comprende de pronto que en absoluto tienen tradición", escribe en el poema primero de un libro prohijado de Mena, donde se abre camino una sintaxis de ritmo lento, reflexiva y exploratoria de un mundo imaginario minuciosamente descrito. Caballero Bonald remite al conceptismo y a la escritura penetrante del barroco; distribuye emblemáticamente los objetos con la visualidad que facilita la distancia y la perspectiva, perfilando una estética en la que la vida es una acotación escenográfica, el muro un símbolo de azar, los cuerpos, lienzos, la historia una cortina tras la cual se prepara para actuar con brillo de actor en su debut la palabra poética. Tanto en la poesía “minimal” como en lo que se muestra como escueto conjuro o como palabra que se hace con la sola fuerza de un deseo desestructurador: "también quien retrocede encontrará el futuro". Frente a la crónica de la minucia cotidiana, Caballero solamente aborda el presente con la mirada más real ficcionada. El manantial del texto, como en la última cantata, es el recuerdo que se nombra, testigo de lo vivido y lo pensado: "Como la uña de la carne, la memoria se aparta de un pasado que ya empieza también a ser mentira". Recuerdo a veces antihistórico, donde entran a jugar, actualizándose, todos los tiempos. El pluscuamperfecto marca un territorio donde convive lo desconocido en trance de nacer, escaparate transgresivo de otra realidad más potenciada, rescatadora solemne del cuerpo de la desposesión, el espacio que denuncia tajante y rigurosamente la burocrática existencia: "Llevaba en la cartera prontuarios y fichas en lugar de abalorios, tretas en vez de ungüentos. Disponía de ojos disciplinadamente adustos y achinados, manos organizadas con premuras de arengas y algo como una discordia clandestina en la módica ejecución de su ternura". Hermenéutica sabiamente expresada a través de la ironía y la paradoja, ligadas a una emotiva erótica.
Todo ello interpreta una ética de la escritura disidente de lo convencional: el esfuerzo de Caballero Bonald por contravenir estilísticamente la norma, por negar el ejercicio mercenario del texto y por dignificar el fluir penetrante de la lengua, siempre alerta para vitalizar el sueño que aprehenden las palabras, le hacen ser la excepción.
Fanny Rubio es escritora y catedrática de la UCM
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