La senda torcida del nuevo periodismo
La generación de reporteros que revolucionó la profesión en los sesenta vive un resurgir editorial
Lo que pretendía ser una feroz invectiva suena hoy a notable definición del nuevo periodismo: “[Es] un estilo bastardo que juega a dos bandas, explota la autoridad fáctica del periodismo y crea atmósferas propias de la narrativa”. Lo escribió en 1965 Dwight Macdonald en Paraperiodismo, o Tom Wolfe y su máquina de escribir mágica, artículo publicado en las páginas de The New York Review of Books para salir en defensa de otra venerable institución de la prensa de Manhattan, The New Yorker, cuando esta fue objeto de la iconoclastia a prueba de bomba (o casi, como se verá) de Wolfe.
El reportero de la afectada elegancia sureña y el traje blanco había publicado un hilarante texto titulado Pequeñas momias, motivado por un diálogo escuchado en la redacción de una joven revista de la ciudad que incluyó esta sugerencia del coloso del periodismo de los sesenta Jimmy Breslin: “Quizá deberíamos volar por los aires el edificio de The New Yorker”, dijo. Los chicos no llegaron a tanto, cierto, pero tampoco se cumplió la profecía de Macdonald: “Wolfe no será leído con agrado, o leído a secas, dentro de unos años, quizá el año que viene”.
El autor de Ponche de ácido lisérgico y otros clásicos de la no ficción contracultural (incluida la influyente recopilación de 1973 El nuevo periodismo) lleva décadas vivo y coleando en el catálogo de Anagrama (que también da cobijo a otro titán de aquella revolución, Hunter S. Thompson). Muchos de sus compañeros de filas gozan de un más reciente aunque vigoroso resurgir en España. Ahí está el tardío rescate del maestro Gay Talese (que inició Alfaguara y ha continuado Debate). Y si Mondadori acaba de publicar una recopilación de los asombrosos reportajes californianos de Joan Didion, la resurrección recordó a la vivida el año pasado por Terry Southern (¡ese tipo capaz de sacar petróleo sociopolítico a un reportaje sobre majorettes!).
Wolfe, Talese, Didion o Breslin desfilan por el ensayo recién traducido
La operación de rescate se ve redondeada por la publicación en Libros del K. O., joven editorial volcada en la crónica, de La banda que escribía torcido. Una historia del nuevo periodismo, de Marc Weingarten, lo más parecido a una biografía definitiva (y autorizada) de aquel movimiento. La anécdota de la voladura de The New Yorker, tan veterana, tan venerable, abre el ensayo y marca el tono: el autor no ha venido a cuestionar las leyendas de la generación de reporteros que pegó un puñetazo en la mesa de redacción atendiendo a un plan: “La primera norma fue desechar viejas normas. Los líderes del movimiento se percataron de que el periodismo podía ir más allá. […] Comenzaron a pensar como novelistas”.
“Todos ellos son héroes de mi juventud como reportero”, se justificó esta semana desde Los Ángeles Weingarten, escritor y documentalista. El libro se centra en la edad dorada del movimiento (1962-1977), aunque busque las raíces del periodismo narrativo. Anglosajón, por supuesto; no hay rastro, por ejemplo, de la gran tradición de la crónica latinoamericana que arranca en José Martí o Rubén Darío, pero sí un repaso impresionista por los logros de Swift (el término “nuevo periodismo” ya se empleó en los años treinta… del XIX), Dickens, Jack London, George Orwell, Lillian Ross, John Hersey (autor del clásico Hiroshima), A. J. Liebling o Truman Capote y su “novela testimonio” A sangre fría, que Weingarten coloca en la órbita, aunque no en el núcleo duro de su banda.
A ella pertenecen Tom Wolfe, Gay Talese, Hunter S. Thompson, Joan Didion, John Shack, Michael Herr, Charles Portis o Jimmy Breslin (que escribió una comedia mafiosa llamada La banda que disparaba torcido). De las hazañas de uno a otro, “y a partir de un centenar de entrevistas”, va saltando con gran atención por el detalle el relato, que también lo es de una época en que “las revistas importaban” y estos periodistas eran “estrellas del rock literarias”.
En algunos casos, al lector le asaltan preguntas como si tiene sentido leer sobre el modo en que Thompson escribió Los ángeles del infierno (Anagrama), cuando puede acudir al texto original que provocó que el reportero gonzo acabara apalizado por sus bárbaros objetos de estudio. En otros, las dudas surgen sobre la veracidad de anécdotas que podrían dar por bueno el adagio del periodismo tramposo (“No dejes que la realidad te estropee un buen titular”). ¿O suena creíble que Clay Felker, entonces en Esquire, reclutara en 1959 al muy famoso Norman Mailer durante un concierto de Thelonious Monk, y después de que Mailer y su mujer tuvieran la bronca de su vida?
Y luego queda la sospecha de que quizá la banda solo fuera un grupo de extraordinarios periodistas con una no menos inusual suerte. “Es difícil imaginar una fuente de historias tan formidable como los años sesenta en EE UU”, concede Weingarten. Claro que ante el mismo material, el asesinato de los Kennedy, la revolución jipi, Vietnam, cada cual se enfrentó desde su escritorio. Talese, con esa fe en que las historias pequeñas son el mejor modo de contar las grandes; Wolfe, con su máquina de retorcer palabras (¡repitió “hernia” 57 veces en el arranque de una crónica!); y Didion, con su exacerbada sensibilidad geográfica.
Esta última es, con la feminista Gloria Steinem, casi la única mujer en la historia de Weingarten. “El negocio era entonces una cosa de hombres”, dice este. Los valores del nuevo periodismo se asocian a menudo con la virilidad de sus practicantes. Como Breslin, reportero de los bajos fondos y las barras de bar en cuya recopilación de columnas para el Trib, The world of Jimmy Breslin (1967) se lee: “Breslin es demasiado gordo, bebe y fuma mucho y si consigue cumplir los 40, un montón de camellos y buscavidas van a llevarse una sorpresa”. O Mailer, famoso por acudir a los puños cuando le faltaban las palabras.
Ambos se presentarían a la alcaldía de Nueva York en 1969 con desastrosos resultados. La idea surgió en una reunión de redacción de la revista New York. Visto el éxito de aquella aventura, quizá no sea ese el mejor ejemplo de la teoría de Weingarten, según la cual, “esa fue una época en la que la visión de un puñado de escritores coincidió con la destreza de unos editores que supieron dar cohesión a aquellas locuras necesarias”.
Y como su historia es también la historia de esos editores (Jann Wenner, de Rolling Stone; Harold Hayes, de Esquire; o Felker, de New York), su final acaba por pertenecerles. El libro lo deja cuando el magnate Rupert Murdoch se hace con New York tras un tira y afloja que acaba con Felker llorando el final de una era ante las cámaras. Corría 1977, la mayoría de los chicos ya eran prominentes figuras públicas, Rolling Stone había dejado California para abrazar el culto a la fama y las transgresiones de la banda habían sido deglutidas por el sistema hasta colarse en los teletipos de agencias.
Babelia
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