En defensa de los infrahumanos
La literatura es un recurso para buscar pistas y ayudar a entender la realidad
En este continente somos cada vez más pobres. No todos: pienso sobre todo en los Untermenschen —los infrahumanos— del sur de Europa, los más afectados por los designios del Führerprinzip económico de la señora Merkel. El conservador Die Welt nos echa la culpa de nuestra desgracia: nuestro pecado reside en la corrupción, en nuestra proverbial falta de disciplina, en nuestro raquítico desarrollo político comparado con el de los civilizados pueblos norteños que, gracias a su ética protestante, comprendieron tempranamente el espíritu del capitalismo; nuestras protestas callejeras (incluidas las de Nicosia) son intolerables y denotan que ni siquiera estamos capacitados para comprender lo que nos pasa, por eso deben explicárnoslo quienes han sido encargados por la Historia (en mayúsculas) de asumir la titánica tarea (nuevo avatar de la White Man’s Burden, de Kipling) de meternos en cintura. Nosotros servimos, sobre todo, para la fiesta y el despilfarro, por eso los austeros vienen a aliviarse de vez en cuando en nuestras bacanales incivilizadas (Saloufest) o a dar rienda suelta a sus reprimidos instintos en nuestras orgías religiosas, repletas de culpa, llanto, sangre y capirotes.
Cuando pienso en Merkel (y en este contexto no es una persona, sino un símbolo) no puedo evitar recordar la descripción que el androide Ash hace de la letal criatura que se aloja en la nave Nostromo (Alien, Ridley Scott, 1979): “Es un superviviente al que no afectan la conciencia, los remordimientos ni las fantasías de moralidad”. Alguien más temperamental también podría acordarse de que los iusnaturalistas de los siglos XVI y XVII ya se preguntaban (respondiéndose afirmativamente) acerca de si era lícito acabar con el tirano. Ya sé que con tres millones de ciudadanos españoles en el escalón de la pobreza extrema (y a un paso del círculo infernal de la exclusión social) y los 15 ejecutivos del Ibex (por ejemplo) que se embolsaron 127 millones de euros en 2012, todo resulta demagógico, pero en el sur de Europa el Zeitgeist “es el que es”, por utilizar la redundante fórmula de nuestros políticos. De ahí que, a menudo, me vea obligado a recurrir a la literatura para buscar pistas. Charles Simic, cuyo imprescindible El mundo no se acaba (1989) ha reeditado Vaso Roto en estupenda traducción del (también poeta) Jordi Doce, se refiere a la pobreza familiar y autobiográfica cuando escribe: “Éramos tan pobres que tuve que hacer de cebo en la ratonera. A solas en el sótano, podía oírles moverse por el piso de arriba, o dar vueltas en la cama. ‘Vivimos malos tiempos, tiempos oscuros’ me decía el ratón mientras me mordisqueaba la oreja”.
La política de recortes sin paliativos está funcionando como una perversa variedad de la usura de toda la vida: el maestro Josep Fontana vuelve a analizar el sistema capitalista “en su variante depredadora actual” en El futuro es un país extraño (Pasado y Presente). Y Ezra Pound, a quien nunca se me ocurriría poner como ejemplo de progresismo, ya decía en el célebre cantar XLV (traducción de José Vázquez Amaral en Cátedra) que “con usura ningún hombre puede tener casa de buena piedra”. Por cierto, pueden oír al anciano poeta enloquecido recitando el original con voz temblorosa y subtítulos en español en YouTube (With Usura, Pound). La pobreza y la miseria permeabilizan la literatura que se produce en la vieja Europa. Son el telón de fondo del estremecedor relato sin pausas Lo que yo llamo olvido, de Laurent Mauvignier (el autor de la estupenda Hombres), que acaba de publicar Anagrama: un tipo (pobre, “con los bolsillos cosidos”) entra en un súper, roba una lata de cerveza y acaba muerto por la paliza que le propinan los seguratas. Sin retórica, sin frases altisonantes. Se me olvidaba: según cálculos derivados de los datos del índice de Eurostat se considera pobre a una persona que vive con menos de 7.300 euros al año. Reconózcanme que con esos ingresos, cervezas, pocas. Sobre todo si son alemanas.
Nocturnos
Desde que me he quedado sin melatonina, las ligerillas devienen pesadillas. Sueño que estoy encerrado en una “habitación del pánico” con Carmen Morodo, una conspicua sabelotodista que parece haber logrado el don de la ubicuidad saltando de tertulia en tertulia y pontificando porque le toca. O sueño que los célebres siete enanitos de los Grimm se van transmutando, uno a uno, en penitentes dispuestos a abandonar a la sufrida Blancanieves por la no menos sufriente Macarena (en el dibujo de Max el primer transformado es Dormilón, Sleepy, en la nomenclatura de Disney). Me despierto sobresaltado y alivio mis insomnios ya sea hipnotizándome con las emisoras de la TDT, que a esas horas programan anuncios de artefactos para lograr abdominales “de ensueño”, ya sea sumergiéndome en la lectura mientras habito el silencio nocturno. Como el de esa noche en que un padre, ensimismado en sus recuerdos, lleva a su hijo a contemplar el mágico espectáculo de la lluvia de estrellas en Las lágrimas de San Lorenzo (Alfaguara), la última novela de Julio Llamazares, en la que el autor intensifica esa meditación de carácter elegiaco acerca del paso del tiempo (y de la imposibilidad de detenerlo), que ya estaba presente en sus últimos libros. Novela intimista sobre lugares y amores, sobre la pérdida de ilusiones, sobre el deterioro de las personas y de las cosas. Pero también sobre los posibles bálsamos: sobre la literatura y el amor paterno, sobre el regreso y el reencuentro, sobre los secretos que se guardan y se comparten, sobre la memoria (“la única patria de las personas que, como yo, hemos renunciado a todas”). Un estupendo Llamazares que recuerda a Pavese y en el que la escritura poética se pone al servicio de un elaborado relato acerca de la fugacidad de la vida.
Exposición
Como siempre sucede, la vida se encarga de poner todo patas arriba, de modo que el tipo se estará revolviendo en su tumba, si es que desde allí puede verse convertido en una pieza más de esa “inmensa acumulación de espectáculos” que sigue siendo la sociedad contra la que combatió. Guy Debord (1931-1994) es el protagonista casi absoluto de la exposición Un art de la guerre que se acaba de inaugurar en la Bibliothèque Nationale de France (sede François Miterrand). Muchos de los documentos y objetos que en ella se exhiben forman parte de los archivos personales del líder situacionista, convenientemente declarados “tesoro nacional” para impedir su venta a las voraces universidades estadounidenses y finalmente adquiridos (por 2,7 millones de euros) por el Estado francés gracias al concurso de diversos mecenas. En la muestra pueden verse, además de sus míticas fichas de lectura, pasquines, guiones, manuscritos, panfletos, fotografías y vídeos que abarcan toda la trayectoria y las ideas de uno de los últimos renovadores del marxismo revolucionario. Todo didácticamente contextualizado y explicado. Como no puedo ir a verla, me consuelo con el catálogo Guy Debord, un art de la guerre, publicado por Gallimard.
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