El lado malvado de Keith Richards
Las memorias de Tony Sánchez, antiguo guardaespaldas, apuntalan la leyenda turbia de los Stones
Editado originalmente en 1979, Up and down with the Rolling Stones, de Tony Sánchez, ocupa un lugar raro en la bibliografía del grupo que encabeza Mick Jagger. Es el patito feo: una colección de cotilleos crueles, puro coge-el-dinero-y-corre, rellenado con poca imaginación por un plumífero sin escrúpulos. Sin embargo, se trata de una fuente primaria y todos los libros posteriores sobre los Stones utilizan en mayor o menor medida estas dudosas memorias. Y eso incluye la celebrada autobiografía de Richards, Vida.
Traducido finalmente como Yo fui el camello de Keith Richards (Contra Ediciones), conviene advertir que el título se queda corto. Se nos cuenta la evolución del núcleo duro de los Rolling Stones, comenzando con la decadencia del jefe inicial, Brian Jones, y terminando con la reconversión de Jagger en figura de la jet set; Bill Wyman, Mick Taylor o Ron Wood son entrevistos fugazmente.
¿Su perspectiva? Durante años, Spanish Tony trabajó como hombre-para-todo de Richards, con un sueldo que oscilaba entre 150 y 250 libras esterlinas (175 y 293 euros) por semana. Aunque Sánchez habla de una Inglaterra donde una casa decente costaba 5.000 libras (5.861 euros), la paga no pecaba de generosidad.
Cuidaba sus casas y negociaba con policías corruptos para tapar pruebas
El conseguir sustancias ilegales para el guitarrista era una de las variadas funciones de Tony. Cuidaba de sus residencias, apaciguaba a sus mujeres, ejercía de guardaespaldas; negociaba con policías corruptos si se necesitaba manipular pruebas. Se esperaba también que pusiera en práctica las venganzas de Richards, que ordenaba palizas o asesinatos como cualquier Capone; prudente, Sánchez esperaba a que pasara su furia. Además, asumía que se comía el marrón si el músico se estrellaba al volante de sus cochazos, generalmente cargados de drogas. Desastroso como conductor, Richards adquirió práctica en evaporarse tras un accidente, dejando a Spanish Tony el tratar con la policía, el seguro y los pasmados espectadores.
Sánchez tiene mucho de misterio. Nació en Londres, hijo de inmigrantes (presumía de hablar fluidamente español e italiano). Creció en los márgenes de la delincuencia organizada, aunque su único oficio fue el de crupier; también montó un club en Tottenham Court Road, el Vesuvio, cuya inauguración generó pintorescas anécdotas con John Lennon y Paul McCartney. Se las daba de fotógrafo, pero las muestras del libro indican que no alcanzaba ni el nivel de aficionado. Con toda posibilidad, estamos ante el típico buscavidas que se benefició de la atracción mutua entre gánsteres y estrellas del pop. Aseguran que murió en 2000 pero hasta ese dato queda en la niebla. Habla de una larga estancia en Valencia; algún productor español de documentales asegura que su familia procedía de Cádiz.
En el libro asegura que Richards usaba juguetes de su hijo para el contrabando
Conviene advertir que Yo fui el camello de Keith Richards pertenece al subgénero de libros de yonqui, de yonqui arrepentido. Tony Sánchez racionaliza su paso de la cocaína a la heroína como consecuencia inevitable de convivir con Richards. Abundan las tramposas lecciones morales: Sánchez esnifaba caballo hasta que, destrozado por la muerte por sobredosis de su novia, se gradúa en las jeringuillas. Aunque no se explicita, la larga lista de fallecidos entre el séquito stoniano responde a la siniestra atracción por Richards.
Este es retratado con los peores colores. Indiferente al rastro de caídos, solo piensa en conseguir lo que necesita (¡mucho!) en todo momento. Puede pagar sin rechistar a unos intimidantes traficantes marselleses, que venden jaco puro por kilos, pero luego regatea unas libras con infelices que han cruzado fronteras para llevarle cargamentos de emergencia. Utiliza los juguetes (y puede que las ropas) de su hijo Marlon para transportar contrabando. Su instinto de supervivencia no le falla: sabe cuándo exhibir sus armas, blancas o de fuego. Semejante monstruo se humaniza gracias a sus épicas meteduras de pata. Un aventurero que quiere probar una lancha recién comprada, a pesar de que le advierten que el Mediterráneo está alborotado; se para el motor, y la tripulación, que incluye a Marlon, se angustia. Localizado por unos pescadores franceses, Richards intenta cicatear el precio del rescate.
Enfrentado a un representante de la prensa convencional, niega rotundamente su leyenda negra. No, no va a Suiza a cambiarse la sangre —en realidad, un proceso de hemodiálisis que le permite superar chequeos— sino ¡a esquiar! Desde luego, jamás ha tocado la heroína. Cuando termina, el entrevistado invita al entrevistador a paladear los alcaloides y opiáceos que almacena en casa. En una de tantas simetrías sospechosas, Sánchez remacha que se encuentra seis meses después con el periodista: se ha quedado sin trabajo, convertido ya en un adicto.
Llegamos al quid de la cuestión: ¿es creíble Tony Sánchez? Según el propio Richards, esencialmente sí. Aunque las pepitas de realidad están rodeadas de hojarasca, con errores grotescos y diálogos inventados. Asegura Keith que, desde la primera página, no pudo reprimir la carcajada: aquella no era la voz de Spanish Tony. Años después, el músico se topó en un acto con John Blake, el reportero que le sirvió de amanuense. Lo que le dijo al negro fue suficiente para que este pusiera pies en polvorosa. No ha vuelto a aparecer un bocazas como Tony Sánchez: desde hace más de 30 años, todos los empleados de los Stones firman férreos contratos de confidencialidad.
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