Bebo Valdés no existe en Cuba
El periodista cubano recuerda que el compositor fue extirpado de la memoria musical tras su marcha
Bebo Valdés es hoy extrañamente desconocido en Cuba. Su nombre y su obra se disolvieron en el imaginario colectivo de la isla a partir del éxodo compulsivo de músicos y artistas, a inicios de los años sesenta, cuando desapareció, por decreto, el ambiente musical nocturno, cabaretero, casinero,que imperaba en una Habana despreocupada, desentendida de todo otro asunto que no fuera girar sobre su propio ombligo.
Después, Bebo Valdés, como tantos otros, fue extirpado de diccionarios y manuales de música popular cubana, como si nunca hubiese existido. En la radio, su nombre fue acallado, como arreglista, como compositor, como director de orquesta. Su más reciente resurrección, la colaboración exitosa, planetaria, con Diego El Cigala fue sorteada con incomodidad a la hora de anunciar sus grabaciones: Bebo Valdés no existe en Cuba.
El gran Bebo, el Caballón, durante décadas subsistió en la memoria de la gente de la música de antes, en los memoriosos, no en su público natural, que ingratamente lo olvidó. No pocos fueron los intérpretes que le debieron su notoriedad: desde Celeste Mendoza —la reina del guaguancó— a Pío Leyva, a Pacho Alonso, rival de Benny Moré en los primeros años sesenta.
Bebo Valdés pudo haber sido un gran —tal vez inmenso, imaginativo— pianista de latin jazz, pero la premura del día a día lo obligó a dirigir su orquesta acompañante, a trabajar en discos de poca monta y en espectáculos cotidianos, del Coney Island de la playa de Marianao. Sus mejores ideas quedaron en el aire. Arregló para cuerdas, bandas de jazz y conjuntos; impulsó la carrera de cantantes mediocres y se prodigó en empresas de poca monta.
Paquito D’Rivera lo descubrió cuando parecía que había bajado el telón. Cuando apareció el disco Bebo Rides Again, el Caballón fue redescubierto inesperadamente: el resto es historia conocida.
A partir de su experiencia con Diego El Cigala, Bebo Valdés penetró en un espacio y un tiempo sin memoria, una especie de isla sin bordes, en la cual no existe la memoria ni hay antecedentes fidedignos de ella: se trata de tocar y cantar las mismas canciones de siempre cantadas y tocadas por gente sin historia —ninguna otra anécdota más que la sentimental, la propia, la verdadera—, y ese fue precisamente el secreto que escondía Bebo Valdés, el de su profunda emoción, el de su feeling, una impresión contenida, que a través de ningún arreglo orquestal ni composición podría revelarse.
La suya es la sabiduría del pianista de restaurante, pleno de recursos técnicos, artísticos, puestos en función de lo que antes se llamaba “sentimiento”. Esa fue su última muestra de humildad, después de haber reinado en las bandas y en las orquestas de cuerdas: fue su tributo a la memoria y a la desmemoria de los suyos, es su lección, y tal vez, también su drama.
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