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'IN MEMORIAM'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

María Asquerino, la existencialista del Bocaccio

“No sé qué voy a hacer cuando me muera”, escribió María Asquerino en sus Memorias. Es la última frase del libro, tan rotunda. En aquel momento (diciembre de 1985), se veía acabada, sin amores, sin ganas, pese a disfrutar todavía de algunos éxitos. El último párrafo del libro, editado por Plaza y Janés, decía, también: “Ya no espero nada”. Tenía entonces 58 años. Acaba de morirse con 85. A Asquerino le han sido propicios los obituarios, estos días, despedida a lo grande por su gremio, que instaló la capilla ardiente en el Teatro Español. Había soñado con ese homenaje, no quería otro mejor. Actriz, siempre actriz.

También fue Asquerino persona de compromiso político, siempre en la izquierda. Cuando por fin murió Franco, lo celebró con champán. De todo ello habla en las memorias, no solo de sus amoríos, que fueron muchos. José Luís Coll solía presentarla con esta broma: “María Asquerino. De la que todo el mundo presume de haberse acostado con ella no siendo verdad en algunas ocasiones”. Y María reía y reía. Contó muchas veces cómo no se acostó con Orson Welles, una noche de juerga en Cannes, y el enorme enfado del imponente director de Ciudadano Kane.

Umbral escribió mucho de “la Asquerino” en su columna diaria de EL PAÌS. “Nos pasea por lo atroz con una sonrisa de inocencia”, decía. A Umbral, que venía de Valladolid de pasarlo mal, María Asquerino le parecía la existencialista de las noches del Café Gijón. Como Beatriz para Dante, María era la mujer fatal (tan natural, en cambio) que nos llevaba a visitar su propio infierno como si se tratase de un cielo.

Las memorias de Asquerino cayeron entre sus amigos como las confesiones de san Agustín pero sin arrepentimiento. Nadie se ha desnudado tanto, en país tan poco amigo de autobiografías. Nacida en 1927, perdió la inocencia bajo las bombas de Franco sobre Madrid. Recuerdos atroces: su madre se empeñó en meterla en un colegio de monjas, pero las monjas: “Ah, no, no. Es hija de actores, ni hablar. Aquí somos muy decentes”. Le sacaba de quicio recordar lo que le decían a su pobre abuelo, César Muro. “Me recuerdo que le decían: ‘Tú eres un rojo de mierda. A ti no te vamos a dar trabajo”.

Nunca se le pasó aquella tristeza, ni en los años triunfantes. La reina de las tertulias en las noches de Madrid (la de Boccaccio, con mesa siempre reservada a su nombre), nunca se encontró a sí misma, siempre buscándose. Solo le llenó el estar rodeada de gente inteligente (los Buñuel, Fernán Gómez, Balbín, Rabal, Ángel González, Marsillach…). Pero también disfrutó de la frivolidad: la farándula boccacciana de actores engreídos, poetas tristes, pizpiretas estrellas desocupadas, periodistas noctívagos, toreros rancios, pintores bohemios, golfos guapos, ebrios fiscales y jueces de baraja. Preguntaron a María de qué podían hablar todos los días hasta el amanecer. “De este verso de Quevedo: ‘Y su epitafio la sangrienta luna”. Hace cuatro años dejó de venir a la tertulia, que ahora celebramos en Las Bridas. Estaba perdiendo oído, se justificó. Siempre la echamos de menos.

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