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LIBRO DE LA SEMANA

El papel del aguafiestas

De nuevos ricos a nuevos pobres. Ahora toca evaluar el grosor del desastre y sus intangibles. En 'Todo lo que era sólido', Muñoz Molina propone profundizar en la democracia

Joaquín Estefanía
El aeropuerto de Castellón es uno de los proyectos públicos más disparatados del pasado reciente.
El aeropuerto de Castellón es uno de los proyectos públicos más disparatados del pasado reciente. ÁNGEL SÁNCHEZ

Existe mucha enjundia en este ensayo, bastante más de la que suele haber en los textos breves. No se han dosificado las ideas. Cada uno de los lectores puede escoger el ejemplo que le interese (el nacionalismo, la izquierda, la transición, las libertades, los abusos políticos, la propaganda, la codicia, el narcisismo, la superioridad moral, el derroche…) y confrontarse con él: para sentirse identificado con las posiciones ideológicas o profesionales del escritor o para disentir de las mismas. No en vano es un libro que anima a pensar en cada una de sus páginas. Pero su vector dominante es la calidad de la democracia en España y la inquietud de Muñoz Molina (MM) porque su contenido no haya sido todo lo sobresaliente que anhelamos, o por el peligro de que la podamos perder a base de despreciarla por cotidiana.

MM, como todo intelectual comprometido, es un observador febril de la realidad. La primera perplejidad la pone en boca de Joseph Conrad, cuando este escribe: “Es extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos entrecerrados, los oídos entorpecidos, los pensamientos aletargados”. El autor se sobresalta al detenerse, mirar alrededor y darse cuenta de la profundidad de los cambios que acontecen desde que la crisis, en toda su magnitud multidisciplinar, se instaló entre nosotros: empobreciéndonos. Empobreciéndonos en lo económico, pero también en lo moral y en lo político. Cómo no nos dimos cuenta de ello hasta que llegamos a este límite, cómo no nos atronaba el ruido de las dificultades, qué veíamos, en qué estábamos pensando. Si nuestro oficio es mirar al mundo para poder contarlo, cómo es que no nos fijamos en lo que sucedía delante de nosotros. Cómo nos quedábamos en la superficie del delirio y no le arrancamos la máscara. ¿Por qué?, ¿por distracción?, ¿por irresponsabilidad?, ¿por ir cada uno a sus propios asuntos y demediar los espacios públicos, colectivos, los de todos?, ¿por la decisión, en el fondo asustada, de no aceptar la posibilidad del desastre, por la pura inercia de entender que las cosas eran mucho más sólidas de lo que en realidad son? Quizá porque avalamos las posiciones de algunos supuestos expertos (tecnócratas) que no lo eran sino en brujería, a los que creímos no porque comprendiéramos lo que nos decían sino porque no lo comprendíamos y porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad sacerdotal con que los enunciaban nos sumían en una especie de paralizadora reverencia.

El autor se sobresalta al detenerse, mirar alrededor y darse cuenta de la profundidad de los cambios que acontecen desde que la crisis se instaló entre nosotros: empobreciéndonos.

Lo primero que hemos de hacer ahora es evaluar el grosor del desastre y sus intangibles, descubrir lo que se nos había olvidado entre tanto oropel y tanta comunicación: que somos pobres, que vamos a serlo más todavía y durante mucho tiempo. Hemos pasado de nuevos ricos a nuevos pobres en un lustro. Comparativamente pobres, eso sí. Hay que advertirlo para no perder una vez más el sentido de las proporciones, pecado muy habitual en el mundo de los populismos simplistas. Por supuesto, mucho menos pobres que una vasta mayoría de la humanidad y mucho menos que nuestros abuelos y nuestros padres.

Cuando se extiende la escasez (de libertades, de servicios públicos esenciales, de cultura, de dinero…) es cuando el ciudadano se hace más consciente de lo que puede perder. En primer lugar una democracia imperfecta, pero la más libre y la más justa que ha conocido nuestro país, y superior en sus contenidos a aquellos paraísos utópicos y totalitarios que muchos soñamos en nuestra juventud. Al autor le sorprende la crítica exacerbada que se hace hoy a la transición desde posiciones teóricas de izquierda: no parece que haya nada que defender, nada que valga la pena conservar. La democracia española es presentada como poco más que una concesión de los herederos del franquismo, enquistados en ella. Lo que hasta hace poco había valido de mucho, de pronto no vale nada, no vale la pena. Es una democracia que solo despierta una lealtad apasionada cuando se ha perdido, una democracia en la que han ido creciendo nuestros hijos y en la que casi nadie recuerda ya el miedo a un golpe militar.

Pero también hay otras cosas fundamentales que perder, aquellas que de verdad hacen mejor la vida: el derecho a la educación y a la sanidad pública, el imperio de la ley, la garantía de seguir disponiendo de una vida decente en la vejez, etcétera. En la mayor parte del mundo solo los ricos o los muy ricos tienen acceso a tales derechos (que allí son privilegios), y sin embargo para nosotros han llegado a ser indiscutibles aunque no hace mucho más de 30 años que disfrutamos de ellos. Remata MM: “Lo que hoy es más indiscutible y más sólido, y nos importa más, mañana puede haber sucumbido a un desguace motivado por intereses económicos o designios políticos, o simplemente porque no hubo un número suficiente de personas capaces que tuvieran el coraje de defenderlo”.

Para ejercer este coraje hay que levantar la voz y denunciar la degradación de la vida cívica, aunque ello le convierta a uno en algo peor que un reaccionario: un aguafiestas. Cuántos abusos han quedado sin castigar por las capas sucesivas de pactos de silencio que se han ido acumulando en la vida pública española. Callar por conveniencia, callar por miedo, callar por cinismo, callar por militancia, callar por complicidad, callar por no distinguirse del grupo, callar por no disgustar a la familia, callar porque no parezca que vas en contra de los tiempos o por temor a no ser moderno. En definitiva, callar por no ser un aguafiestas. Frente a este silencio, Antonio Muñoz Molina ejerce en este ensayo su militancia con la enseñanza de la democracia de cada día. Porque entiende que el edificio de la misma está siempre a punto de derrumbarse si no se practica, porque hace falta una continua vigilancia para sostenerlo. Lo inaudito puede siempre suceder y lo que parecía inimaginable porque era infernal, se convierte en cotidiano. Las cosas se deterioran poco a poco y de pronto, en vez de continuar en ese estado que se ha vuelto tolerable, se hunden del todo, sin transición. Esta es la llamada de atención.

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