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Los pantalones de cuero... apestan

Diego A. Manrique
Igor Paskual
Igor Paskual

Algo no me cuadra; es uno de los grandes enigmas del rock español. Hablo de Loquillo, especialmente de esa paradójica habilidad para apuntar a su causa a personas cultas, de buena escritura y mentalidad abierta: piensen en Gabriel Sopeña, Sabino Méndez, Luis Alberto de Cuenca, Igor Paskual.

Paskual, al que quizás recordarán al frente de Babylon Chat, trabaja con Loquillo desde 2002. También ha sacado un disco en solitario y ahora le van descubrir muchos en su faceta más comprometida: acaba de publicar un excelentísimo libro, El arte de mentir (Difácil, 2012).

Déjenme decirles en qué maneras El arte de mentir rompe las expectativas. En contra de lo imaginable, el rock español es altamente pacato. En sus (raras) crónicas, cuando se acerca el momento del encuentro sexual, la pantalla funde a negro. Por el contrario, Paskual aumenta la iluminación en tales escenas. Explica sus motivaciones, especula sobre la atracción general por esos reyes del mal vivir que son los músicos de rock. Así que aquí hay sexo sodomita y sexo oral, sexo en trío y sexo onanista, sexo con mujeres y (ocasionalmente) con hombres.

Sin embargo, esas hazañas sexuales —no siempre gozosas— podrían eclipsar otros valores de un libro que servirá de severo correctivo sobre las fantasías que alimentan las vocaciones rockeras. Desde el primer texto, un réquiem por los pantalones de cuero que usaba en Babylon Chat: duros de poner, difíciles para sacar, hediondos a la larga.

Y, sin embargo, indispensables para mantener la quimera de tocar rock decadente en una ciudad de provincias. “Como eran muy caros, y nunca hubo dinero para más, terminaron siendo objeto sagrado, cotidiano e insustituible. Por supuesto que pensé en comprar otros cuando las cosas mejoraran, después de ese primer año descorazonador, deficitario. Pero vino el segundo año y el poco dinero que ganamos lo reinvertimos. El tercer año, nos quedamos sin guitarrista y sin discográfica. La cuarta temporada pagamos la factura del anterior, y durante la quinta ni perdimos parné ni lo ganamos. Era el triunfo de la ruina, la apariencia del éxito, la mentira total, la cinta aislante con que reparar los rotos y la súplica diaria para que no se rompieran más cables. De cuando en cuando, nuestro bajista hervía las cuerdas del bajo para poder aprovecharlas un poco más”.

Todavía no se adivinaba la crisis, recuerden. Describe simplemente la gran patraña del rock nacional. Hoy, Igor ya no se hace ilusiones sobre sus virtudes. “Se ha convertido en un discurso monocorde, encorsetado, autoalimentado hasta la saciedad, plagado de riffs y no de buenos temas. Es un círculo cerrado de críticos, sellos selectos, músicos, amigos de músicos, pinchadiscos y coleccionistas compulsivos de discos: una élite musical que solo habla para sí misma”. Posee Igor la suficiente audacia intelectual para desarrollar insólitos paralelismos: Morrissey y Alfonso X El Sabio; Emil Zátopek y Keith Richards; Richard Branson y el capitán Scott. A veces, ay, se pronuncia con argumentos viciados. Vitupera a Tom Waits sin percibir diferencias entre las dos etapas de su carrera; en su descargo, es cierto que reconoce su grandeza al asistir a un concierto. También esboza una teoría de la curiosidad intelectual de la clase obrera británica a partir de Paul McCartney; entre los músicos españoles, está escrito en piedra la falacia de que Lennon y McCartney venían de familias proletarias.

El arte de mentir sugiere igualmente respuestas al otro misterio de Loquillo: su longevidad profesional. Según Paskual, se basa en “una excelente colección de discos muy bien asimilada” y en su negativa a hablar el lenguaje de los músicos: “Ese desconocimiento de los mecanismos internos de la música le permite apreciar las canciones desde el punto de vista del público, una realidad que es inaccesible para casi el 100% de los artistas. Es decir, el Loco escucha exactamente lo mismo que sus seguidores”. Intrigante, por lo menos.

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