El Libro Rojo de Yomango
A poco que se haya estudiado, todo el mundo sabe que Gutenberg inventó la imprenta a mediados del siglo XV. Pero ¿qué nombre y apellidos han inventado Internet y toda la cosmología de los soportes digitales?
Copio de la revista Yorokubo (una publicación de cabecera, no de cabezadas) que las memorias flash, las tarjetas SD o los pendrives, tras haber cruzado por los CD, los DVD, los Blu Ray, los laser disc los DAT (digital audio tape), las VHS, las Betacam, la casete de gasolinera y… el e-book, componen un inmenso zoo de tecnologías de la comunicación arbolado por una plantación de formatos MP3, AVI, MOV, AIFF, PDF, DOC, JPG, Epub, FB2, MOBI, etcétera, que se sabe de memoria Antonio Dyaz, mi informador, pero que a su vez alerta él mismo no ya sobre la difícil mnemotecnia de este profuso mundo, sino sobre la dificultad de integrar todo ello en un equipo que nos lleve acertadamente de aquí para allá.
La obsolescencia calculada es la ley productora de nuestro tiempo. Tan grave como la obesidad mórbida y más dominante que los avances de la ciencia. Obsolescencia significa que no hay tiempo (el tiempo desaparece fulminado) entre una y otra invención, y cuando parece que acaso se demora enredado en los vericuetos de nuevos artefactos decisivos o en aplicaciones notorias, vuelve a revelarse como una tonelada de mercurio sin posible contenedor.
De ese modo, ¿cómo apresarlo en la música y los derechos de autor, en las regalías de modestos escritores ante libros fotocopiados, en la miriada de vídeos una y otra vez pirateados, en la velocidad sin amo que obliga, en fin, como también dice Yorokubo (Francesc Beltri), a crear nuevas formas de distribución (y de recaudación)? Menos policías sobre los puntos fijos y antiguos de reparto, y más innovación en el porte y el portador que acabe deslumbrando a la clientela.
A fin de cuentas, este mundo que pensamos más complejo no lo llegamos a imaginar nunca tan explosivo y sinvergüenza. Sin embargo, siendo las cosas así, tanto la política como la creatividad deambulan a bandazos entre la estafa y el marketing, entre la defraudación y el contrabando.
Precisamente, solo en España (lo cuenta Iñaki Berazaluce también en Yorokubo, “estar feliz” en japonés) han aparecido, al margen del dinero negro, formas sofisticadas de hurto en los grandes centros comerciales y también desde Mercadona hasta El Corte Inglés. Al menos dos famosos manuales (¡patrocinados ignorantemente por la Comunidad de Madrid!) enseñan cómo llevarse cualquier tipo de objeto, sea de la naturaleza que sea, sin pasar por caja.
Uno de estos libros, editado hace una década, se llama el Libro Rojo de Yomango, y otro más reciente se titula Libro morado (para ponerse morado, puede acaso querer decir).
El robo en el arte, en la música, en el vídeo o en la política ha creado una base cultural en la que la propiedad, blanca o negra, se encuentra, por una u otra razón, en la hoguera. ¿Principio de una nueva época en la que todo será gratis y prácticamente todo dejará de apreciarse a causa de no tener precio? Nada de eso. Más bien al revés, el producto dejará de estimarse a causa de tener precio. De este modo, todo lo que cuesta unos euros, desde el cine hasta el libro, del disco al cuadro, parecen ya productos derivados del capitalismo del siglo XX o del XIX. En el siglo XXI, lo característico es, de un lado, la ligereza e intangibilidad de las cosas; de otro, su creciente invisibilidad, y de otro, su código abierto al público.
De este modo, la llamada a innovar, emprender, imaginar, no viene a ser sino una voz para incrementar aún más la velocidad mercantil de los cambios y de los intercambios. En ese turbión, la política da vueltas sobre su eje desgastado, la cultura conocida (del libro o del cine) se tambalea entre fuertes sacudidas de muerte. Y, en definitiva, el porvenir del progreso, que se creyó en un tiempo rectilíneo, no deja hoy de trazar cabriolas y millones de garabatos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.