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Wilder: una mente llena de cuchillas

Delante de su mesa de trabajo, el cineasta tenía siempre una nota con la siguiente frase: “¿Cómo lo haría Lubitsch?”, que fue su maestro y amigo

Delante de su mesa de trabajo, Billy Wilder tenía siempre una nota con la siguiente frase: “¿Cómo lo haría Lubitsch?”. Para Wilder, Lubitsch era el gran maestro y, según admitía, se pasó media vida intentando imitarlo. En ese intento, sin embargo, consiguió un estilo personal. Donde Lubitsch proponía ironía y sugerencia, Wilder atacaba con una acidez tan afilada que una vez el actor William Holden definió a este director como “una mente llena de hojas de afeitar”.

Títulos como Con faldas y a lo loco (1959), El apartamento (1960) o Primera plana (1974) le confirmaron como uno de los reyes de la comedia. Pero Wilder también tocaba otros palos con maestría. Solía decir que, cuando estaba alegre, rodaba historias más bien trágicas y que, en las temporadas en las que se encontraba más deprimido, se decantaba por la comedia. Entre sus películas dramáticas destacaron Perdición (1944), que era puro cine negro, o Días sin huella (1945), una amarga reflexión sobre el alcoholismo. En El crepúsculo de los dioses (1949) trazó un retrato corrosivo del mundo de Hollywood y de sus viejas glorias. A la salida del estreno, en 1950, uno de los espectadores se abalanzó sobre él gritándole: “¡Bastardo, ha arrastrado por el lodo la industria que le ha convertido a usted en alguien y que le ha dado de comer! Billy Wilder se volvió hacia él y se limitó a replicar: “Jódete”. Una respuesta que no habría llamado demasiado la atención si aquel espectador alterado no hubiera sido el gran patrón de la Metro Louis B. Mayer. Y es que vivaracho, ingenioso, independiente y mordaz, Billy Wilder no se casaba con nada ni con nadie. En los años 60 El apartamento fue un gran éxito en Rusia. Los soviéticos veían en ella una crítica al modo de vida capitalista y quisieron agasajar al director con un homenaje en el Berlín Este. Cuando le invitaron a pronunciar unas palabras, Billy Wilder dijo: “La historia que cuento en El apartamento en realidad podría pasar en todas partes, en Tokio, en Londres, París o Munich. Sólo hay una ciudad en el mundo donde una cosa así nunca podría suceder, en Moscú”. El auditorio estalló en aplausos, pero unos segundos después, añadió: “A Jack Lemmon le habría sido imposible prestar allí su apartamento porque tendría que compartir la vivienda con otras tres familias”.

Billy Wilder nació en Austria. En el Berlín de los años 20 fue periodista, profesor de baile, agente de prensa… hasta que consiguió cierta estabilidad profesional escribiendo guiones. Era judío y, si no hubiera abandonado Alemania cuando Hitler llegó al poder, tal vez habría muerto en Auschwitz, como muchos de sus familiares, entre otros su madre. Emigró primero a París y después a Hollywood. Allí se ganó en poco tiempo un gran prestigio como guionista. Pero a él no le bastaba. Cansado de que otros destrozaran lo que él escribía, pidió la oportunidad de dirigir. La víspera de su primer día de rodaje visitó a su maestro: “Mañana hago las primeras tomas de mi primera película y me cago en los pantalones”, confesó a Lubitsch. Y éste le contestó: “Yo hago mi película número 70 y me cago en los pantalones todos los días.”

Tratando de imitar a su maestro, Billy Wilder hizo un maestro de sí mismo. En 1981 realizó su última película Aquí un amigo. Marginado por el miedo que su edad inspiraba en las compañías de seguros, este nonagenario siempre lúcido vivió desde entonces en un retiro forzoso. Entre sus proyectos frustrados, estaba La lista de Schindler, que finalmente llevó a la pantalla Steven Spielberg. Entre sus arrepentimientos, no haber rodado un western. ¿Por qué? Según decía, le daban miedo los caballos.

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