Espejo de miradas
Entre tanta trascendencia, para algunos, impostada, para otros, de exquisita pureza, se agradece que Marina saque el lado más mundano de su personalidad
En apenas un par de semanas dos películas documentales han puesto sobre la mesa la insondable ausencia de límites en las obras de arte. Porque, ¿qué es el arte? ¿Un tipo que rompe en directo y sin truco una vasija del neolítico como demostración de la pasividad de las autoridades ante semejantes atentados casi diarios? ¿O un hombre y una mujer dándose de hostias con la palma abierta, reiteradamente, también sin truco y ante una cámara en primer plano? Sendos actos, pergeñados por el chino Ai Weiwei y la montenegrina Marina Abramovich, ponen de manifiesto la capacidad de provocación del ser humano, al tiempo que, como exploraciones de la conducta humana, invitan al espectador a una especie de lucha entre la racionalidad, la emoción, la perturbación y el rechazo.
Marina Abramovich: the artist is present, producido por HBO y dirigido por Matthew Akers, presenta dos documentales en uno, ambos excelentes. En el primero se da un repaso más o menos somero de la carrera y la existencia de la balcánica, además de indagar en su relación sentimental y profesional con el también artista de performance Uwe Laysiepen, alias Ulay. En el segundo, el relato se detiene en su último salto mortal: la retrospectiva en el MoMA de Nueva York, hace dos años, en la que, en su apartado estrella, permaneció sentada en una silla durante dos meses y medio, seis días a la semana, siete horas al día sin descanso, confrontando su mirada con la del visitante, sentado en la silla de enfrente, durante el tiempo que a cada persona le viniese en gana. La grabación de la performance por parte de Akers y su equipo, tan artística como filosófica y sentimental, revela una corriente de energía que, quizá a algunos pueda enervar, pero que a otros perturbará.
Entre tanta trascendencia, para algunos, impostada, para otros, de exquisita pureza, se agradece que Marina saque el lado más mundano de su personalidad, como cuando, derruida por el esfuerzo tras una de las sesiones, pregunta por “ese chico guapo oriental del final”. Y aunque en su acto, y en el del visitante al museo, pueda haber mucho de sobreactuación, también lo hay de humanismo en un tiempo en el que poca gente es capaz de mirar a los ojos y sostener su decisión con calma. Abramovich se convierte así en un espejo con el que el valiente se mira a sí mismo: unos sonríen, otros lloran, otros se ponen nerviosos y otros no sienten nada, quizá porque el examen de conciencia parece prohibido en tiempos de zozobra.
Babelia
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