Su nombre africano en Lisboa desierta
Tabú, la hermosa película de Miguel Gomes, ha supuesto para mí el reencuentro inesperado con Teresa Madruga, como quien vuelve a ver a una amiga perdida en la distancia. Al verla en su rol de santa laica, intentando ayudar a los desnortados, he recordado a la luminosa y sensual criadita que rescataba al Bruno Ganz de En la ciudad blanca, de Alain Tanner, y la cabeza me ha estallado en un cuántico juego de espejos, porque la mujer de Tabú me ha parecido la madre de aquella lejana muchacha, y al mismo tiempo he creído ver la proyección inversa, el personaje de En la ciudad blanca varado en el presente de Tabú pero enviando mensajes de un tiempo a otro, como si fugazmente pero de modo imborrable reapareciera aquel fulgor y también su nostalgia.
Quizás esto haya sucedido así porque Miguel Gomes me ha hecho entrar en su cámara de ecos, lo cual no haría sino ratificar su enorme logro artístico.
La muchacha de Tanner se llamaba Rosa; la mujer madura de Gomes se llama Pilar, pero para mí están ya unidas para siempre. Rosa vivía en un territorio donde pasaban cosas, o su cuerpo hacía que pasaran: el país del deseo. Pilar habita ahora en una zona deslustrada, un presente sin historias donde todo parece haber sucedido ya, en el que hay una sirvienta negra que apenas habla, una anciana que solo parece seguir el dictado de sueños confusos y un pintor que regala cuadros que a nadie gustan, que Pilar cuelga únicamente cuando él la visita. En una de las grandes escenas de Tabú, Pilar llora en un cine ante una película que no vemos, escuchando la versión española de Be my baby, y es inevitable preguntarse a qué historia, a qué deseo perdido van unidas esas lágrimas.
En 'Tabú' hay dos películas, dos historias, dos territorios
En Tabú hay dos películas, dos historias, dos territorios. O una película soñada por otra, como decía Jordi Costa en su crítica, citando una afortunada frase de Mar Diestro-Dópido. El propio Miguel Gomes decía en una entrevista que la segunda parte, que narra un amor adúltero en el presunto paraíso perdido del pasado colonial portugués, es una especie de regalo para los personajes de la primera, tan necesitados de relatos. Suelo preferir películas más dinámicas, pero Tabú exige ese doble tempo —el del presente desolado, el del pasado tumultuoso— para que se interfecunden, para que dejen sus respectivos posos en la memoria. Invierno en la primera parte, verano eterno en la segunda, cuando todavía había tiempo para mirar las nubes e inventarles formas de animales, cuando el blanco y negro parecía una forma purísima de color.
También la mirada de Gomes es contagiosa, porque el pasaje de un reino a otro se produce en la selva jibarizada de un centro comercial que abre el portal de la evocación, y ayer volví a sentir esa juntura al entrar en la estación de Atocha, con sus palmeras y plataneros trepando hacia la bóveda, con sus tortugas letárgicas, girando en círculos, como ese cocodrilo, emblema del deseo, que en la primera parte está disecado y en la segunda quiere abrirse paso como sea.
Viendo Tabú he pensado en Isak Dinesen, y en el Manuel Puig de Sangre de amor correspondido, y en el Jacinto Esteva de El encargo del cazador, soñando con África mientras recorría una y otra vez, como un animal enjaulado, el pasillo terminal de su piso barcelonés, y pensé luego en Marguerite Duras, que contó en India song la historia de una pasión imposible y colonial y tiempo después rodó Son nom de Venise dans Calcutta desert, su anverso, su contratipo, en las ruinas del decorado, con los mismos diálogos como voces fantasmales flotando en una mansión abandonada. Demasiados fantasmas, demasiados espejos sombríos, según sentencia del tiempo. Prefiero los retornos de lo vivo lejano: al principio he hablado de fulgor, y no quiero olvidar que en Tabú flamea para mí esa forma de inmortalidad cuando en una esquina de la película emerge Rosa, y me maravilla poder atrapar destellos de su antigua gracia (una mirada, una sonrisa, un gesto adolescente) en el cuerpo maduro de Pilar.
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