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Pisadas del mito sobre la escarcha

Se cumplen 20 años de la muerte de Rudolf Nureyev, la gran figura masculina del ballet del siglo XX

Rudolf Nureyev, durante un descanso de un ensayo.
Rudolf Nureyev, durante un descanso de un ensayo.CORDON

Hace unos años, en la siempre fría Bolzano coincidí con la primera bailarina británica Merle Park. Estábamos allí para hablar de ballet y futuro, pero se hizo inevitable girar gentilmente la cabeza hacia atrás, y mencionar a Rudi, a Rudolf Hametovich Nureyev, al pasado aún algo inmediato, pero ya con una alargada sombra mítica sobre el presente. Park fue partenaire de Nureyev muchas veces, en Covent Garden y en giras por el mundo, le gustaba bailar con ella porque, me había dicho Nureyev una vez, “siempre era elegante y parecía frágil, como de cristal”, y a tenor del baile masculino actual, la ahora retirada artista británica comentó: “los bailarines jóvenes de cuando Rudi vivía, todos querían ser como él, bailar como él. Después ya no tanto, ahora cuesta que sepan quién fue”.

Nureyev es sin dudas el bailarín más señero del siglo XX y junto a Vaslav Nijinski (que en paridad, es una figura a caballo entre los siglos XIX y XX), los dos héroes masculinos de la danza académica de todos los tiempos. Ambos tenían sangre tártara, ambos fueron tan adorados como rechazados. A Rudi no le gustaba hablar de Nijinski y refutaba tajantemente la comparación, bailaba el Poeta de Las Sílfides (Fokin) y La siesta del fauno, los papeles míticos de los tiempos de Diaghilev, pero rechazaba especular sobre la zona obscura sobre la que tanto se ha escrito.

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Nureyev, el 6 de enero de 1993 en el Hospital de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro (Levallois) de París, moría víctima de las complicaciones del sida. Había nacido en un tren el 17 de marzo de 1938 en el trayecto entre el lago Baikal y la ciudad de Irkusk. Nadie antes ni después en el ámbito del ballet había exprimido tanto su carrera y la fama, el éxito y la decadencia. Tenía una rara conciencia de todo ello, y entrevistarle era un calvario que el periodista siempre llevaba con placer. Tengo que decir a su favor, que Nureyev era un hombre muy generoso. Era un verdadero divo, pero de una sensibilidad tan prismática como fuera de serie, iba desde su pasión por los intrincados dibujos persas a las prendas de Missoni o los cuadros parnasianos o simbolistas (todo lo que tuviera zig-zag de colores: chalinas, alfombras, gorros azulejos o capotes). Su amor por el arte era de una ostentación tolerante con el buen gusto, y su piso de Qui Voltaire fue el templo, la suma ideal de todo su sueño estético.

Portada de EL PAÍS SEMANAL dedicada al bailarín (24/11/1985).
Portada de EL PAÍS SEMANAL dedicada al bailarín (24/11/1985).

Siempre sus respuestas esmaltaban en corto sobre ideas muy firmes. La influencia de Nureyev sobre el ballet académico (su natural repertorio canónico) y su pervivencia ha sido fundamental, lo mismo que su rol en el reflorecimiento del Ballet de la Ópera de París, al que dotó de una grandeza no vista antes en los tiempos modernos y de la cual aún vive. En octubre de 1992, cuando estrenó La Bayadera en la Ópera Garnier, al alzarse el gran telón pintado, estaba sentado en proscenio en un potente butacón granate. Se le venía agarrarse con tensión a las volutas doradas de los brazos y allí, ya sin poder mantenerse en pie, recibió de Jack Lang otra medalla, una más. París ese día estuvo a sus pies, y el mundo también. Apenas sonrió y siempre he dudado de hasta donde conservaba aún la conciencia. Al inclinarse el flamante ministro de Francia que le había dado el cetro de esa casa ocho años antes, recibía la reverencia de toda la cultura occidental.

Siempre tendré presente lo que en su momento llamé “una mirada del color del trigo maduro”. Era el brillo del niño que corría por los campos escarchados de Ufá. La primera entrevista para EL PAÍS la hicimos en el coqueto despacho rococó de la Opera Favart y sus palabras iniciales atendían sólo parcialmente a la pregunta: “No siento nostalgia, esta es la verdad, aunque parezca difícil de creer. Pero es que mi vida aquí ha sido muy agradable, y mi carrera de bailarín ha funcionado bien. Todo ha sido tan bueno que no ha habido lugar para la añoranza. To­dos mis éxitos están en Occidente. En mi vida presente no echo nada en falta”. Lo quería dejar claro.

Y así siguió hasta el final y hasta comprar la isla Li Galli, frente a la bahía de Positano en el sur de Italia, un peñón mitológico desde los tiempos de Homero que ya antes había pertenecido a Leonidas Massine, otro héroe de los Ballets Rusos. Lo tuvo todo y tenía conciencia de su papel: “Nijinski y yo no te­nemos nada que ver. La imaginación de la gente de 1900 forjó un ideal, fue el primer montaje publicitario en el mundo de la danza. Realmente bai­ló muy poco, pero captó la imagina­ción de la gente de 1900, mientras que yo tengo que captar la imaginación de la gente de los años sesenta a los ochenta”. Saltando, pero con los pies firmemente apoyados en la tierra, entonces me habló de la persona-bailarín: “Adquirí tenacidad y voluntad, entendiendo muy pronto que debía cuidar de mí mismo. Desde entonces sólo confío en mí mismo y me fío solamente de mi intuición y la experiencia personal”. Venal, irónico, con un humor de retranca al alcance solamente de unos pocos muy cercanos, Rudolf Nureyev era su coraza, su traje. Era celoso con su vida, pero también con su arte: “Cuando he trabajado sobre Ray­monda o El lago de los cisnes es para preservar todo lo que puede guardar­se. Mucha gente piensa que ya no es necesario y que es una labor baldía. Yo opino todo lo contrario, y más que necesaria es indispensable. Debemos guardar la herencia del pasado”. Un aviso para navegantes que valdrá mañana.

Inquieto y experimentador, amigo de la química escénica y del riesgo, sobrevoló el arco de los géneros (“Creo haber roto las barreras entre la danza clásica y la danza moderna”). En esto no le faltó razón. Cuando en 1980 bailó por primera vez el personaje de Aegistus del ballet Clitemnestra de Martha Graham, la gran coreógrafa americana opinó que nadie había bailado el papel como Nureyev.

A fines de los años ochenta una noche de verano en Montpellier, después de bailar una larga suite para violonchelo de Bach coreografiada por Francina Lancelot en un exquisito estilo arcaico, nos fuimos a cenar con Jean Paul Montanari, el dinámico director del festival que lo había convencido para volver a bailar aquello. A golpe de vino blanco del Rihn nos contó muchas cosas de Leningrado y de Ufá y probablemente es la vez, después de la isla de Li Galli, donde era menos un dios pagano. Allí, como al final de la entrevista de la Sala Favart, ya lucía poco del tono elevado de la gran estrella, sino que su voz se hizo más baja y cercana: “Quiero hablar de mi baile, de la mane­ra que lo hago. He meditado mucho sobre esto, y mi impulso me lleva a movimientos generosos y largos, es una manera de bailar que te exige grandes trayectorias a través del es­pacio escénico. En ello me doy por entero, tratando de dar una vida pro­pia e interior al ballet, llenar de senti­mientos los aspectos formales de la danza".

Y dijo algo que hay que volver a repetir: “Yo he conseguido mis sueños en el escenario, he tenido en mis manos los grandes papeles, los he hecho y los he amado. Aún disfruto mucho con los clásicos; con el estilo Bournonville o con Petipa, y también con los mo­dernos que me permitan una intensa interpretación. Cuando usted ve a un bailarín en el escenario se da cuenta de que hay cosas que no se pueden bailar siempre; cada pieza tiene su tiempo. Uno debe saber lo que debe bailar en cada etapa. Sin embargo, es verdad que a través de trabajo y de técnica es posible superar ciertas co­sas. No hay un momento exacto para la cumbre de una carrera, es como el vino cuando está en su justa sazón para beberlo. Un bailarín en el esce­nario siempre debe proporcionar pla­cer con su técnica y con su cuerpo, puede ser joven o viejo, eso no im­porta".

Sus anécdotas sobre España, merecen todavía hoy un libro: “Yo he hecho dos o tres visitas a España, una vez hice muchas funciones de Giselle, aunque no lo hacía­mos en óptimas condiciones, los esce­narios no eran muy buenos, casi siem­pre eran improvisados al aire libre. En un sitio estábamos cerca del aero­puerto y se oía aterrizar y despegar a los aviones, hasta el punto de que ta­paban la música. Eso no he podido ol­vidarlo. En Barcelona el sitio era muy bello, pero pequeño. En el Generalife de Granada fue maravilloso, excepto que la función comenzó después de una larga cena y aquello terminó a las cuatro de la madrugada”. Y concluyó: “He llegado donde he querido, pero eso no quiere decir que deba abandonar lo que me da tanto placer, a mí y a los demás”.

La discreta queja de Merle Park en Bolzano se yergue como una metáfora de un mundo que quizás acaba con Nureyev, del que era último símbolo, una manera de entender el ballet, una manera de ver la vida en el arte, una manera de pisar como un mito sobre la escarcha del tiempo.

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