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Reportaje:

El mundo de la danza sigue a los pies de Nureyev

Al cumplirse diez años de su muerte, Milán, París y otras ciudades rinden homenaje al bailarín ruso

Hace ahora casi diez años, exactamente el 6 de enero de 1993, moría en París, víctima del sida, el bailarín ruso Rudolf Nureyev. Había nacido en un tren cerca del lago Baikal, en 1938. Sus padres eran unos modestos campesinos de origen tártaro reubicados en una fría y áspera ciudad de la Siberia soviética. Y al parecer, allí comenzó un destino errante hacia el triunfo y la gloria, hacia los laureles y hacia la muerte. Nureyev, en 1961, también en París, se negó a subir al avión que lo debía devolver, junto al Ballet Kirov, a Leningrado. Así inició una peregrinación con alfombra roja por todo el mundo occidental que reconoció su grandeza al punto de ser calificado como el más importante bailarín de ballet del siglo XX.

En 1987 volvió al Kirov y bailó, de manera vacilante, 'Las sílfides'. No regresó más
La gala de La Scala ha sido una excepcional reunión de los mejores artistas de ballet de hoy

Desde anteayer, teatros de Ópera y Ballet de Europa y América han comenzado una serie de homenajes al gran divo de la danza. En España, una de las plazas a las que volvía cada vez que se le pedía y donde bailó hasta el final, ni una sola función le recordará en los teatros y festivales que abarrotó.

Los actos han comenzado por La Scala de Milán, en su nueva sede provisional del Teatro degli Arcimboldi, a las afueras de la capital lombarda, con una gala el pasado jueves que reunió a un racimo de los más importantes bailarines de hoy, algunos de los cuales, muy jóvenes, ni siquiera le vieron bailar nunca en directo. La Gala Nureyev de La Scala, que puede calificarse como excepcional reunión de los mejores artistas del ballet académico de hoy, es una reverencia a los años de gloria en que bailó y coreografió para el coliseo milanés, casi siempre en compañía de otra grande del siglo XX, Carla Fracci, la gran ausente de ese homenaje, lo que ha provocado un crudo de acusaciones, aparecidos estos días en la prensa italiana, entre la dirección del teatro y la bailarina (que dirige, por su parte, el Ballet de la Ópera de Roma), algo que no es ajeno al competitivo y amargo mundo del ballet, tradicionalmente lleno de intrigas y polémicas que no respetan la muerte, por cercana que sea. Fracci se ha ratificado en que, hasta el último momento, intentó estar en la gala de Arcimboldi.

En La Scala han estado el francés Eric Vu An, la española Tamara Rojo (actualmente estrella del Royal Ballet de Londres); los cubanos Lorna Feijoo y José Manuel Carreño (radicados en Norteamérica); los rusos Svetlana Zahjarova, Nikolái Tsiskaridze y Vladímir Malakjov (ya flamante director en Viena); la rumana Alina Cojucaru (también en Coven Garden), y el argentino Iñaki Urlezaga, junto al ballet de La Scala, su escuela y sus principales figuras, con Roberto Bolle a la cabeza.

Allí se bailó para un símbolo, una manera de entender la danza masculina que parece destinada a desaparecer o a cambiar hacia otros registros. Pocos quieren ya hoy criticar al mito, a sus defectos, carencias y patinazos escénicos, que no fueron pocos. Prevalece una idea mítica y potente de elevación artística por encima de cualquier otra lógica. La Scala también ha editado para la ocasión un libro sobre el papel del ruso en este teatro, donde destacan los textos de su amiga personal Vittoria Ottolenghi, y donde se relatan sus montajes. En estos días también se ha repuesto el Cascanueces (con funciones en Arcimboldi hasta el próximo día 31) que Nureyev dejara en el repertorio milanés hace 20 años con los diseños, hoy ya históricos, de Nicholas Georgiadis.

Los actos inmediatos por el décimo aniversario de la muerte de Nureyev continúan con una noche de danza, el lunes 20 de enero de 2003, en la Ópera de París Garnier, donde se prevé que participen todas sus estrellas y la totalidad del conjunto, y una semana de funciones en el Palacio de los Deportes de París, del 4 al 9 de febrero, dirigidas por Charles Jude, que fuera bailarín estrella de la Ópera de París y actualmente director del Ballet Nacional de la Ópera de Bordeaux. Jude, que fue uno de los bailarines preferidos de Nureyev mientras éste dirigió la Ópera de París de 1983 a 1989, y que bailaron conjuntamente durante años, ha trabajado duro para reunir en París a amigos y admiradores del gran artista ruso, bailando fragmentos de obras que Nureyev paseó por todo el mundo, desde el Apollon de Balanchine, al Don Juan de John Neumeier. Aquí sí estará Carla Fracci, que bailará extractos de las danzas de Isadora Duncan. También para la ocasión, Maurice Béjart ha creado un solo: Le chant du clown errant, donde se parafrasea a sí mismo y al paso a dos para hombres que creara hace décadas, Canción para el compañero errante, con música de Mahler, y que Nureyev bailó cientos de veces junto a Bortoluzzi, Jude y otros.

Sin embargo, en San Petersburgo, en su teatro de origen, el Kirov-Marinskii, están en silencio. No hay fecha concreta para los actos, y varias notas de prensa han cambiado los asistentes o el orden de las actuaciones. Nureyev huyó en 1961 y no volvió hasta allí en 1987, con los primeros y promisorios aires de la perestroika y la glásnost en una visita privada para ver a su madre, anciana y enferma, que ni siquiera le reconoció. Después volvió al Kirov por un día, y bailó, de manera vacilante, Las sílfides; también estuvo brevemente en Ufá para dirigir un Romeo y Julieta. No regresó más. Sus apartamentos de París, decorados con profusión y hasta un exagerado gusto por la pomposidad del siglo XVIII francés, fueron su refugio, siempre precedido por aquel extraño cuadro de Johann Heinrich Füssli Satan strating from the touch of Ithuriel, basada en un pasaje de El paraíso perdido, de Milton, con su oscuridad mercurial y su lucha bailada contra las sombras.

La tumba de Rudolf Nureyev en el cementerio ruso-ortodoxo parisino de Sainte Genevieve des Bois, a escasos metros de las de Serge Lifar y Vaslav Nijinski, conoce ya estos días un peregrinar silencioso de antiguos bailarines y de simples admiradores, balletómanos de todas partes que acuden a tocar el imponente a la vez que sobrio túmulo que diseñara el arquitecto y escenógrafo italiano Ezio Frigerio, donde el elemento decorativo principal y único es, sobre el granito negro, una enorme alfombra multicolor que es réplica, en mosaicos y bronce, de las antiguas del Asia Central. Una manera sutil y poética de dar calor al más eterno de los fríos.

A la izquierda, Rudolf Nureyev, retratado por Leord Snowdon ; a la derecha, su último retrato oficial en la Ópera de París, de Moatti.
A la izquierda, Rudolf Nureyev, retratado por Leord Snowdon ; a la derecha, su último retrato oficial en la Ópera de París, de Moatti.

Rudy coreógrafo y el baile español

A Nureyev le gustaba la danza española, pero con reservas. Por ejemplo, nunca estuvo de acuerdo en que se presentaran compañías de ballet flamenco en la Ópera de París y las vetó con decisión. Quien primero lo consiguió fue Cristina Hoyos, y tuvo que esperar a que el ruso ya no estuviera al frente de la casa francesa.

Nureyev lo explicaba muy bien: el flamenco necesita de otro espacio y de otro contexto para apreciarlo óptimamente. Aunque, siempre que era preguntado, mostraba su admiración por Antonio Ruiz Soler y por Antonio Gades. Personalmente, lo español no era lo suyo; su peor ballet, con diferencia, es su Don Quijote, que hizo casi paralelamente para Viena y Sidney entre 1966 y 1970, donde, además de enturbiar la coreografía original de Petipa, somete al personaje de Alonso Quijano a un auténtico calvario.

En realidad, Rudolh Rudy Nureyev solamente creó dos ballets grandes propios: Manfred (1981) y La tempestad (1982), y fueron dos sonoros fracasos más o menos indulgentemente recogidos por la crítica de la época. Habrá que dejar pasar más tiempo y poner en sitio justo sus valores como remontador de clásicos, un papel de ciencia coréutica que exige más rigor enciclopédico que dotes virtuosísticas. En España la faceta de coreógrafo de Nureyev se conoce sólo por la tardía visita al Liceo de Barcelona, en 1993, del Ballet de la Ópera de París con su última recreación de Petipa: La bayadera, y que es probablemente la mejor de sus propuestas sobre las escrituras académicas del siglo XIX ruso. Aun así, Rudy era adorado allá donde iba y se pateó España de punta a punta bailando en teatros pequeños y en festivales al aire libre, en grandes teatros o en modestas plazas.

El público madrileño recuerda sus brillantes actuaciones en el parque del Retiro junto a Margot Fonteyn en los tiempos de esplendor (bailaron el pas de deus de El corsario) y el de Palma de Mallorca, su última aparición en España, en agosto de 1990 junto a Alicia Alonso y Victoria de los Ángeles en una accidentada velada que ha pasado a la historia por la propia valía de sus protagonistas más que por los méritos del espectáculo.

Otra de sus visitas sonadas fue al teatro Principal de Valencia con el Ballet de Nancy, en noviembre de 1985. Bailó Apolo y la Canción del compañero errante, pero antes puso en su sitio a algún chiflado y a una imprudente fotógrafa que pretendió inmortalizarle sin su permiso mientras ensayaba.

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