_
_
_
_
_
EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un día de trabajo

Marcos Ordóñez

Releo por enésima vez Un día de trabajo, de Truman Capote, una de las mejores piezas de Música para camaleones, ese libro en el que todo es caza mayor. Pocos escritores de su quinta (y de después) hubieran elegido ese asunto: una jornada con Mary Sánchez, su asistenta, que trabaja “nueve horas al día, a cinco dólares la hora, seis días a la semana”. Una lluviosa mañana de abril de 1979, Capote la acompaña como un diablo cojuelo por todos los pisos que ha que limpiar, y escruta bibliotecas y cuartos de baño y fotos enmarcadas, y habla con ella de todo lo divino y lo humano, y fuman incontables porros de marihuana, y asaltan una nevera y devoran helados y pasteles, como si él tuviera de nuevo seis años y estuviera otra vez en Monroeville y ella fuera su querida tía Sook Faulk, y luego buscan en la radio una emisora latina y rompen a bailar, y los dueños de esa casa, los estiradísimos señores Berkowitz, les encuentran, colgados y felices, y les echan a patadas, y Truman y Mary acaban, cuando comienza a anochecer, en una pequeña iglesia solitaria, arrodillados, rezando “por todas las almas perdidas en la oscuridad”.

¡Maravillosa jornada, maravilloso texto! Puro late style, como Las joyas de los Cabot, de Cheever, o Los ojos de las estrellas, de Salter, esos relatos en lo que parece no pasar nada y pasa todo: pasa la vida. El estilo tardío sobreviene cuando un escritor se libera de la losa de “tener que demostrar” y extiende los colores de su paleta, y elige los esenciales, o combina tonos insólitos, verde espliego con vainilla y magenta, y juega, y baila, y reza, y se deja besar por “un diablo de azucarados labios rojos”, y olfatea un aire nuevo, que parece “un espejo destrozado”, un torrente de mercurio.

El estilo tardío llega cuando un escritor se libera de la losa de “tener que demostrar”

Música para camaleones es lo que más suelen denigrar editoriales y críticos: un libro misceláneo, de textos “sin unidad”. Capote recupera, reescribe o añade materiales con imbatible alegría, con absoluta libertad, sabiendo que el libro va a ser recibido como fondos de cajón (y así fue), y porque su ansia de demostrar está concentrada en Plegarias atendidas, la novela en la que lleva trabajando, dice, diez, quince, veinte años, con la que pretende convertirse en “la respuesta americana a Proust”. No hay presión: nadie está esperando Música para camaleones.

Sí, lo he releído cien veces, pero reparo ahora en un pasaje, a mitad del relato, que quintaesencia como pocas su estilo y sus obsesiones. Capote y Mary Sánchez caminan por Park Avenue, y la cámara invisible se mueve en un plácido travelling, y primero brota su capacidad de ensueño, está lloviendo pero él se siente “como si hiciera un día cálido y sereno, con el cielo turquesa, y las calles duras y resbaladizas fuesen largas playas caribeñas con reflejos de perla”, y asoma luego el Capote memorialístico ante la casa donde vivía Willa Cather, su mentora, y aquellas tardes tan lejanas, bebiendo Bristol Cream frente a la chimenea, cuando “la lumbre inflamaba el pálido azul de sus ojos”, y de repente la cámara se alza hasta la cúspide de un edificio en la calle 84, una reunión social con los Kennedy, JFK atento y goloso por las historias del modista Oleg Cassini narrando las especialidades eróticas de sus jóvenes modelos, y ahí vemos el pico y las garras del halcón Capote, cerniéndose sobre los chismes de la clase dirigente, y el tren fantasma sigue recorriendo ventanas como al final de I vitelloni (Los inútiles), y de repente la muerte saluda con la mano en la calle 87, desde un cuarto piso del numero 1060, y en aquella otra fiesta había una mujer muy guapa y muy inteligente pero que no quería vivir, y todo el mundo dijo que estaba preciosa, y justo después de la cena, antes de irse a acostar, la señora Capote se tomó treinta pastillas de Seconal y no volvió a despertarse, su madre (caigo en la cuenta) repentinamente como Marilyn, otra alma perdida en la noche, otra adorable criatura, y Mary Sánchez dice “No tenía derecho a hacer eso”, acelera el paso, rápidas zancadas bajo la lluvia, fin del travelling, nos ha contado todo eso en apenas dos páginas, sin que nos percatáramos de la estructura, de los giros, de los cambios de tono: puro estilo tardío, puro magisterio, pura música.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_