Un inolvidable filólogo
Lo conocí como profesor en 1965. Llegó de Sevilla como catedrático de Latín, y lo tuve en mi último curso de Filología Clásica (traducíamos las Sátiras de Horacio). Solo durante unos meses; en febrero marchó al frente de una memorable manifestación que acabó con una violenta carga policial frente a Medicina (y coincidimos ambos en los sórdidos pasillos de la DGT). Luego se vio procesado y obligado a abandonar nuestra Universidad.
Siempre admiré en Agustín no solo al profesor de palabra clara (por quien sus antiguos alumnos, ya desde Sevilla, sentían devoción total), sino al filólogo que combinaba su sabiduría profesional —tanto en latín como en griego— con una sensibilidad poética extraordinaria, realzada por aquella magnífica voz y su pose escénica. Pero son sus libros los que ahora quiero recordar. Y lo hago según los voy rememorando, con nostalgia: el Sermón del ser y no ser recobrando en rotundo verso castellano el poema de Parménides, su Virgilio (mi manoseado tomo amarillo de Júcar), los ensayos lingüísticos de Lalia, de una agudeza excepcional. Y, junto a ellos, las poesías machadianas de Del tren, y sus brillantes ensayos teatrales. Y sobre todo sus vivaces traducciones: la cuidada edición y versión de Heráclito en Razón común; así como, años después, ahora en rotundos hexámetros castellanos y con su sonoro y fantasioso léxico, la Ilíada homérica o La naturaleza del epicúreo Lucrecio. (Hizo una edición crítica ejemplar de ese difícil texto, como antes con Heráclito). Y se contaba que se le había perdido una laboriosa edición de Hesíodo.
En fin, tradujo a sus grandes clásicos con elegancia y una profunda y sincera lealtad. Era, sí, un filólogo en el pleno sentido de la palabra, editor y traductor, buen prologuista e intérprete de inteligencia afilada. Se manejaba con igual soltura frente a textos latinos y griegos, y en su aparente estilo coloquial disimulaba muchas lecturas y análisis técnicos. Quienes le conocieron recordarán su actitud y su figura, su criterio anarquista y su pose arrogante, su aire bohemio, su resonante voz, su audacia dialéctica; pero yo quiero evocarlo —más allá de los ecos periodísticos— como gran latinista y humanista inolvidable, como lo prueban sus libros y los recuerdos de tantos discípulos.
Babelia
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