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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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En el bosque de libros

De todos los elementos que componen una novela el personaje es el más difícil de analizar en términos puramente técnicos

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

De todos los elementos que componen una novela, el personaje es el más difícil de analizar en términos puramente técnicos. Grosso modo, los novelistas eligen entre dos fórmulas (combinables) para presentárnoslo. Una, la más fácil (pero la más aburrida), es largarnos de entrada una descripción del mismo —de su físico, de su indumentaria, de sus tics—, a menudo con el propósito de que, a partir de ella, el lector obtenga un primer indicio de su clase, de su psicología, de su catadura moral, incluso de algún aspecto relevante de su biografía. La otra es dejar que el personaje se nos muestre en sus acciones y su discurso, a medida que crece y se transforma en el transcurrir de la historia. A veces esos personajes saltan de un libro a otro, redondeándose (por utilizar la terminología de E. M. Forster) poco a poco ante los ojos del lector, adquiriendo solidez y madurando a cada nueva historia que protagonizan o en la que intervienen. En la reciente novela española me atraen particularmente —y por motivos muy distintos— dos de esos personajes que se nos despliegan a lo largo de sucesivas entregas de sus autores. Son muy distintos entre sí, pero también tienen rasgos en común, por lo que eventualmente podrían simpatizar, y (fantaseo) quizás algún día alguien los presente o traben conversación en algún elegante bar de copas frecuentado por gentes de su clase. Uno es Jacques Deza (llamado también Jacobo o Jaime, y quizás, por alusiones, Diego o Yago), que aparece innominado en Todas las almas y reaparece en Tu rostro mañana, en ambos casos como conspicuo narrador de esas historias de Javier Marías. La otra es Mariana de Marco, la juez de instrucción con la que Guelbenzu inició su serie policiaca (No acosen al asesino, 2001) y que ha ido creciendo a lo largo de las siguientes entregas hasta mostrarse en su espléndida y compleja madurez en Muerte en primera clase (Destino), la sexta novela que protagoniza. De nuevo, un whodunit que respeta creativamente la tramoya del género (poco que ver con la llamada “novela negra”), esta vez en un crucero turístico por el Nilo, en el consabido trayecto de Luxor a Asuán. Sí: Agatha Christie fijó el escenario en Death on the Nile (1937), que aquí se tradujo originalmente por Poirot en Egipto, pero la nueva novela de Guelbenzu le guiña el ojo sólo en la medida en que también lo hace a Wilkie Collins o a Patricia Highsmith, autores de novelas con las que se distraen algunos de los participantes en el crucero. Y hay crímenes (aunque se demoran) e intrigas familiares y espacio cerrado, como mandan los cánones, y alguna sorpresa. Pero sobre todo está Mariana y las relaciones entre mujeres, algo que siempre ha atraído al novelista Guelbenzu —en el sentido en que también interesaba, por ejemplo, a los cineastas Cukor o Mankiewicz— y que ha incorporado ahora a su novela de género. Pero en lo sucesivo el autor tendrá que tener cuidado: Mariana, una “tímida compensada”, le está creciendo tanto —y tan bien— que su complejidad psicológica y moral, su mundo mental, en definitiva, amenaza con hacer saltar las rígidas costuras del género; claro que quizás ese sea el tipo de escollo que le encante sortear al novelista. En todo caso, si quieren disfrutar de una buena historia clásica de sabuesos, uno de esos entretenidos puzles de intriga y razonamiento que tonifican nuestra atención y apelan a nuestra perspicacia y sagacidad, aquí tienen una excelente muestra.

Infantil

Dice Martin Amis, que siempre ha tenido un don especial para irritar al personal, que “solo una lesión cerebral” le haría escribir para niños. Y no lo dice en cualquier sitio, sino en la BBC y en un programa de gran audiencia. Y, encima, y para arreglarlo, justifica su aserto con un peregrino argumento: “La ficción es libertad (…) y nunca escribiría sobre algo que me obligara a hacerlo en un registro más bajo del que puedo”. Las reacciones de editores y autores de libros infantiles no se hicieron esperar y el apelativo más suave que Amis ha recibido del gremio es el de estúpido. Después de haber leído sus declaraciones me debato en si conceder el primer premio europeo “Sillón de Orejas a la arrogancia” al ministro Wert (otro prodigio de petulancia incontinente, pero sin méritos apreciables) o al (por otra parte estupendo) autor de La viuda embarazada (Anagrama). Mientras lo decido, me entero de que Kalandraka, uno de mis sellos favoritos, ha obtenido el Premio Nacional a la mejor labor editorial, de lo que me congratulo. Por cierto que, si a sus hijos pequeños les fascina el circo, regálenles El Gran espectáculo de Crispín Capote & Flamarión, un estupendo kalandrako de Álvaro Alejandro y Sergio Mora. Al poblado bosque libresco (a veces echo de menos otro igual de grande lleno de setas) de la literatura infantil-juvenil también se lanza (con ímpetu y bagajes feltrinellescos) Anagrama, que traduce y pone a disposición de los neolectores la serie cerrada Save the Story con títulos como La historia de Don Juan explicada por Alessandro Baricco o La historia de Los Novios explicada por Umberto Eco, libros sobre libros (re)contados por autores contemporáneos con el objetivo de “salvar a los clásicos del olvido”. Para terminar el capítulo infantil-juvenil, me entero de que la Feria de Bolonia —el mercado mundial más importante de ese tipo de edición—, que festejará en 2013 su primer medio siglo de existencia, concederá anualmente un premio “al mejor editor del mundo” en el género. Estoy seguro de que ya han empezado las intrigas.

Colapsos

Es algo extraordinario cómo caminamos a lo largo de la vida con los ojos medio cerrados, con los oídos sordos, con los pensamientos aletargados. La frase anterior no es mía, sino de Conrad (Lord Jim) y es, en cierto modo, el punto de partida de Todo lo que era sólido, el libro que acaba de terminar Antonio Muñoz Molina y cuyo manuscrito ya han recibido su editora, Elena Ramírez (Seix Barral), y su agente, Andrew Wylie. La frase del título, prestada del Manifiesto Comunista (y ya empleada en su forma completa por el filósofo Marshall Berman en su libro All That is Solid Melts into Air, 1982), es un modo de describir (y quizás conjurar) el evidente colapso de instituciones, valores y certidumbres que ha tenido lugar desde el inicio de la crisis financiera de 2008. Aún no he podido leerlo, pero tengo la impresión de que Muñoz Molina ha recuperado su registro más personal para componer un peculiar ensayo, mezcla a la vez de análisis, memoria y panfleto, sobre la crisis y sus consecuencias (políticas, sociales, morales, psicológicas). Un testimonio de un escritor que vive a caballo de dos mundos y que no sólo ha querido contar lo que ahora ve y antes no pudo o no quiso ver (como nos pasó a casi todos), sino también lo que recuerda y nunca deberíamos olvidar: el modo en que en este país se recuperaron libertades y derechos (incluyendo la libertad de expresión, la educación pública, el sistema de salud) que costó mucho conseguir y que ahora, cuando la crisis se ha aposentado en nuestras vidas, revelan toda su enorme fragilidad.

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