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La bienal de São Paulo se contagia del ‘jogo bonito’

La gran cita del arte latinoamericano despliega en su 30ª edición un discurso joven y expansivo alejado del mercado

'Lianes from Beauvais', obra de la estadounidense Sheila Hicks, expuesta en la bienal de São Paulo.
'Lianes from Beauvais', obra de la estadounidense Sheila Hicks, expuesta en la bienal de São Paulo. NACHO DOCE (REUTERS)

Mientras que el arte que se exhibe en las bienales ha sido disuelto de oficio, convertido en pasto sagrado de acaparadores e inversores, la de São Paulo posee cierta organicidad efectiva al reivindicar la exigencia de una nueva manera del mirar furtivo. La opción de observar el debilitamiento de la realidad en una estación histórica llena de inestabilidad y dudas pero que abre nuevas vías para la estética, mostrando las posibilidades de la voz individual y la poesía en un mundo objetivo que las niega. Las tres plantas del edificio que desde el 7 de septiembre alberga la prestigiosa bienal latinoamericana, titulada en su 30ª edición La inminencia de las poéticas, tienen una función de exposición, en lugar de oposición y transgresión. En ellas, hasta el gigantismo metropolitano de su entorno se reviste de esa facilidad de los buenos tiempos, que concede al visitante una familiaridad provinciana y una alegría de vivir. Y así, la existencia parece fluir despreocupada y robusta para familias, grupos de estudiantes, ejecutivos, turistas, artistas... En esto radica la orgullosa autonomía de São Paulo en comparación con las otras grandes citas mundiales del arte

Frente a las recapitulaciones culturales, frente al arte de la idea y del activismo, frente al narcisismo de Venecia y Kassel, el jogo bonito de São Paulo concede absolutamente la palabra al visitante, en un rechazo del sistema del arte y de la política, o mejor, del trágico efecto de esa política engañosamente grande y global. El comisario de esta edición, Luis Pérez Oramas, ha articulado una bienal genuinamente latinoamericana, expansiva, caprichosa, joven, errabunda y desacomplejada. Que nadie venga a São Paulo a buscar el objeto votivo para su colección. Aquí no hay tesis, ni están las grandes firmas. Tampoco se les ha concedido a los galeristas el papel de productores, una señal que ha de evidenciar la buena salud del evento. La mayoría de los trabajos seleccionados han sido producidos por la Fundación Bienal de São Paulo.

Pérez Oramas hace un relato del ingenuo submundo de la escritura y del arte y lo articula en una docena de constelaciones de obras que se relacionan entre sí y que hablan un dialecto nuevo, versos honestos y epigonales sobre la sencillez de la vida. Lejos de esa visión fragmentada que se suele dar a la obra del artista en los grandes acontecimientos artísticos, en São Paulo hay una apuesta por los territorios privados. La mayoría de los 111 autores representados exhiben su obra dentro de pequeños cubos blancos, de esta manera se hace más clara la identidad visual de sus trabajos, como cuando uno explora el estudio de un artista. Hay mucha pintura y dibujo, instalaciones, performances y muy pocos vídeos. Sobre las más de 3.000 obras exhibidas se posa el testimonio de una docena de artistas imprescindibles del arte europeo y norteamericano del siglo XX, como una cúpula sobre otra, enviándose mutuamente señales sobre la capacidad del arte de expresar la realidad y los sentimientos. August Sander, Robert Smithson, Allan Kaprow, Absalom, Bas Jan Ader, Leon Ferrari, Arthur Bisbo do Rosario, Bruno Munari, Maryanne Amacher, Ian Hamilton Finlay, Simone Forti, Robert Filliou o Juan Luis Martínez se mezclan con autores anónimos y otros un poco más bregados en estos acontecimientos: Iñaki Bonillas, Benet Rosell, Fernando Ortega, Helen Mirra, Jirí Kovanda, Jutta Koether o Nicolas Paris.

La pieza de Cristina Iglesias, en Inhotim.
La pieza de Cristina Iglesias, en Inhotim.

Todo está tejido en una misma trama. Prueba de ello es la cantidad de obras de “puntada subversiva”, muchas a manos de mujeres, que aunque en esta edición son más bien escasas, son las que mejor formalizan el opresivo extrañamiento de sus mundos particulares. Junto a Helen Mirra, Elaine Reichek, Gego, Ilene Segalove, Katia Strunz y Sheila Hicks aparece la sorpresa del artista alemán Franz Erhard Walther (Fulda, 1939), quien para esta edición ha ideado unas “ropas colectivas”, telas en blanco y negro con formas geométricas que el público puede usar de indumentaria y compartir mediante una danza espontánea.

En esta edición también hay artistas que han conseguido colar sus obritas en pasillos y pabellones. Lo llaman instant art y consiste en que el infiltrado encuentre el “sitio ideal” donde colocar subrepticiamente un dibujo (en la pared, sobre una escultura o dentro de una instalación) y camuflarlo entre el resto de las obras. Con cierta simpatía, hemos observado a estos autores en fragante —y no flagrante— actitud sin alarmar en ningún momento a los centinelas. De tan bien instaladas, seguramente estas obras conseguirán permanecer en sus paraderos desconocidos sin que nada ni nadie las perturbe, hasta el día de cierre de la bienal. Intentar interceptarlas puede ser otro juego divertido, antes de que la cegadora impureza del mercado las convierta en oficiales.

Habitación con vistas a Cristina Iglesias

Inhotim, en el estado brasileño de Minas Gerais, es un inmenso paraje de mata atlántica convertido en Jardín Botánico por el arquitecto paisajista Roberto Burle Marx antes de su muerte, en 1994. Entre las 300 hectáreas de bosque nativo

y otras 110 de colecciones botánicas con más de 5000 especies, se exhiben decenas de esculturas e instalaciones de artistas de todo el mundo que forman parte de la colección de Bernardo Paz. Desde su creación, en 2005, la colección de arte contemporáneo de este mecenas y magnate de la minería no ha cesado de expandirse hasta conseguir llevar los focos de la prensa internacional a sus inauguraciones, que siempre coinciden con la apertura de la Bienal de Sao Paulo. El pasado 6 de septiembre se presentaron los nuevos pabellones y espacios dedicados a la obra de los brasileños Tunga y Lygia Pape, el cubano Carlos Garaicoa y la española Cristina Iglesias. De los cuatro, la intervención de la artista vasca, titulada 'Vegetation Room Inhotim', es la que adopta un carácter más específico para el lugar. Se trata de una instalación que incorpora las vicisitudes vividas en el trayecto de acceso al bosque y que cobra su forma definitiva en una estancia cuyo exterior es de acero inoxidable pulido. Una arboladura metálica, un juego de espejos que se intercambian sus reflejos. Nuestra percepción se altera. La morada es profunda y lábil, silenciosa, transparente y opaca, fascinante. Fascinación del agua que fluye bajo nuestros pies sin ocultar nada y escondiendo todo, más insondable que los fondos que exhiben las mareas, reclamando un sutil y taciturno infinito. En esta habitación con vistas incesantes, la arqueología invertida de la naturaleza es una alegoría de la medida flexible que asume el espacio y el tiempo, la amable región infantil donde refugiarse en unos momentos en que todo parece querer desarraigarnos del mundo.

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