Ahí está, el Colorado
Siendo tan paleto o tan cinéfilo, pensaba antes de conocer Nueva York, hace un montón de años, que el humo que salía de las alcantarillas eran efectos especiales. Descubrí que era algo natural, que formaba parte de su atmósfera, de su configuración natural. Y te asombrabas con su rascacielos, con esas calles infinitas en las que el espectáculo consiste en algo tan simple como pasear y mirar, o imaginar lo que tú desees, o pensar en películas. Y pasé un mes en San Francisco hace 20 años, un agosto tan helado como certificó Mark Twain, en el que mi decadente noviazgo con mi muy guapa, moderna y sofisticada mujer no logró que conociera ni pasajeramente a un solo heterosexual.
Aterrizo en Chicago. Y cómo no, busco las huellas de Al Capone y de Frank Nitti, los dos habitantes más indeseables y populares de la ciudad. Me cuentan que el progresista alcalde de Chicago intenta borrar sus funestas huellas, que la gloria de esa ciudad solo pertenece a lo que construyeron Frank Lloyd Wright y Frank Gehry, que los gánsteres, los dueños del lugar, solo fueron una anécdota siniestra en el pasado glorioso de la ciudad que sobrevivió al incendio apocalíptico.
Y busco el puente en el que se encuentran el deprimido Eliot Ness y el maravilloso profesional, ataviado con gorra y gesto de escepticismo, que encarna Sean Connery. Y creo reconocerlo tras una intensa búsqueda, pero seguramente es mentira. Da igual. Nadie me quitará la visión de los rascacielos desde el lago Michigan, aunque sigo sin encontrar la inspiración de Wilco en esas dos torres gemelas, y me encuentro a la hija de un viejo amor —a una criatura que la última vez que vi tenía 10 años y ahora tiene 25— que me cuenta que está trabajando para la campaña de Obama.
Aterrizo en Chicago. Y cómo no, busco las huellas de Al Capone y de Frank Nitti
Llego al Cañón del Colorado, ese espacio mitológico que hemos visto en documentales, en películas, en ficciones. Y acojona. Resulta muy bonito y adrenalínico, sobre todo si recorres sus secretos a bordo de un helicóptero.
Y después de haber frecuentado ese asqueroso parque temático llamado Las Vegas, ese paraíso que proclaman los reyes más idiotas de la modernidad, una tal Alaska (¡qué asco me dan los modernos y su siempre subvencionado mensaje!), su patético marido, y su mensaje a los más bobos y posmodernos del gremio, juro que mi viaje ha terminado en Monument Valley, no en esa ciudad inhumana llamada Los Ángeles, y gritando: “Dios salve a América. Puede ser preciosa a pesar de sus habitantes”.
Babelia
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