¡Qué asco de Vicente del Bosque!
¿Con quién se tomaría el ‘gin tonic’ de media tarde? ¿A cuál prestaría cien euros? No diga nada, conocemos de sobra la respuesta
Usted, si se viera en el trance de elegir, ¿preferiría ser empleado de Vicente del Bosque o de Florentino Pérez? ¿Con quién se tomaría más a gusto el gin tonicde media tarde? ¿A cuál prestaría cien euros sin temor a perderlos?
No diga nada, conocemos de sobra las respuestas. Ahora bien, ello nos coloca frente a un dilema de carácter intelectual, porque al poco de haber elegido acude a nuestra mente un pensamiento relativista. Nadie, nos decimos, es completamente bueno ni completamente malo. Quizá en todo Pérez haya un Del Bosque pequeño y en todo Del Bosque un Pérez insignificante. No seamos maniqueos del sí o del no, que la Transición española, por ejemplo, se hizo con un sino.
Eso es lo que te viene a la cabeza nada más haber elegido. Pero si te viene a la cabeza es porque no lo has elegido tú y a eso íbamos: que al final uno, más que elegir, se convierte en una herramienta de los buenos sentimientos flotantes y cae en la trampa de escoger al bueno convencido de que lo ha escogido, como si tuviera libertad para ello. Y no la tenemos. Nos pasa en esto lo mismo que a Rajoy, que no puede aplicar el programa que le llevó al poder porque uno no elige el programa sino que es elegido por él. “¿A quién colocamos aquí”, se preguntaron los golpistas financieros, “para que nos haga el trabajo sucio?”. Pinto, pinto, gorgorito, saca la vaca de veinticinco, tengo un buey que sabe arar y un borrico que va a la era, pim, pam, pum, fuera. Y le tocó a Rajoy, que estaba entre los candidatos. Podría haberse rebelado o haber dimitido, dirán algunos. Pues no, tampoco Zapatero lo hizo y era un revolucionario. Nadie puede asegurar que se portará como un hombre si cae en las garras del terrorismo económico. Hemos visto llorar a tipos como castillos cuando el banquero de guardia les metía la cabeza en la taza del retrete.
No nos distraigamos de nuestros objetivos. Estábamos en lo de Florentino Pérez y Vicente del Bosque, que en realidad era una excusa para departir sobre el libre albedrío, pues los seres humanos tenemos esta facultad de hablar de una cosa fingiendo que hablamos de la otra. Lo hacían mucho Shakespeare y Cervantes. Y los escritores en general. Llegaba Sófocles, con perdón, te contaba la historia de un tal Edipo, que mataba a su padre y se acostaba con su madre, y resulta que en realidad te estaba poniendo al día sobre el destino.
A Del Bosque, por cierto, le gusta mucho una cita de Shakespeare según la cual “todo lo que sucede, conviene”. Florentino no cita a Shakespeare porque si citara a Shakespeare no habría hecho tanta pasta ni habría dado el pelotazo de Valdebebas, es incompatible una cosa con la otra. Pero volvamos un momento a Edipo, el griego aquel que se arrancó los ojos para no ver la que había liado y que nos servía para explicar que Sófocles nos contaba su historia para despistar, porque de lo que realmente quería hablarnos era del destino. He ahí la diferencia entre el argumento y el tema. El argumento es la peripecia narrativa y el tema es el asunto que se vehicula a través de esa peripecia. Cuando en una obra literaria solo hay argumento, malo. A lo mejor no es una obra literaria, sino un crucigrama.
La relación entre Del Bosque y Pérez, más que para una obra dramática, daría para un cuento popular, con dos protagonistas muy distintos, el uno empleado del otro; el uno con bigote, el otro sin; el uno tranquilo, el otro inquieto; el uno empresario, el otro trabajador; el uno procedente de la cantera del Real Madrid, el otro de la política de derechas de toda la vida; el uno lineal, el otro retorcido… Dos señores, en fin, a los que el azar o la necesidad unen en un club de fútbol, el uno como entrenador, el otro como presidente del club a entrenar.
Y aquí es donde comienza la peripecia argumental, pues mientras el entrenador, un hombre discreto y poco dado a las alharacas, signifique lo que signifique alharaca, trabaja en silencio, aunque con eficacia, para sacar al club adelante, el empresario piensa más en el ruido mediático, lo que le lleva a realizar fichajes no siempre completamente desastrosos, pero muy caros, de modo que el precio mismo del jugador constituya una noticia digna de abrir los telediarios. De vez en cuando, entre fichaje y fichaje, o entre pelotazo económico y pelotazo económico, se asoma a la ventana de su despacho y ve allá abajo a sus jugadores estrella, que le han costado una pasta, dirigidos por un tipo sin carisma, sin glamour, sin atractivo mediático, sin encanto televisivo. “¡Qué asco de Vicente del Bosque!”, se dice. “¿Qué hago yo con este tipo que es más aburrido que un ascensor sin espejo?”.
Observen que no se pregunta si entrena bien, pues estaba demostrado que sí, sino si es guapo, como Valdano y tiene la labia del argentino, que también cita a Shakespeare, y no solo a Shakespeare, sino a Borges o a García Márquez, da lo mismo, al que le pongan por delante. ¿Qué hago yo con este Del Bosque?, se pregunta. Pues qué va a hacer, cesarle y que se busque la vida, que no está uno para alimentar a tipos sin glamour.
Y lo cesa, y Del Bosque coge sus bártulos y se va con la música a otra parte sin decir esta boca es mía, porque no está en su carácter despotricar de nadie ni de nada. Pero resulta que no ha llegado a la puerta del Real Madrid cuando ya le han fichado como entrenador de la selección española, de la Roja, a la que se pone a entrenar enseguida sin glamour, sin declaraciones ostentóreas (cortesía de Gil y Gil), sin llamar a Efe para que le hagan entrevistas.
Y de este modo, tacita a tacita, lleva a la selección a lugares que jamás antes había pisado y se convierte en el entrenador de moda y, como si todo sucediera efectivamente en un cuento de hadas, llega el Rey del lugar y le da el título de marqués, deviniendo así en el marqués de Del Bosque. En los cuentos de hadas como el que acabamos de relatarles el equilibrio entre el argumento y el tema es perfecto, pero no vamos a cometer la indelicadeza de revelarles el tema de este, que ya ustedes, hipócritas lectores, mis semejantes, mis hermanos, lo habrán pillado con la inteligencia que les caracteriza, sobre todo si añadimos que mientras Del Bosque enmarcaba el título nobiliario en un cuadro de Ikea, las empresas de Florentino comenzaban a caer en la Bolsa.
De modo que volviendo al libre albedrío, que era el tema de este artículo, servidor de ustedes, aunque careciera de él, es decir, aunque le pusieran una pistola en el pecho para que se tomara el gin tonic de media tarde con Florentino, se lo tomaba con Del Bosque. O sea, que sí podemos elegir. Otro asunto es a qué precio.
Próxima entrega, el martes: Economía real-Economía financiera.
Babelia
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