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CRÍTICA: POLLO CON CIRUELAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Satrapi, de carne y hueso

La visualización de la acción real adolece del ‘efecto Amelie’ en montaje y puesta en escena

Javier Ocaña
Mathieu Amalric y Maria de Medeiros, en un fotograma de la película.
Mathieu Amalric y Maria de Medeiros, en un fotograma de la película.

Los artistas que prefieren la experimentación al convencionalismo, el descubrimiento a la reiteración, el volantazo al camino trillado, siempre son bienvenidos. Sin embargo, a veces esa experimentación, ese descubrimiento, ese volantazo, no hace más que demostrar que la senda era la equivocada, que igual la senda no estaba tan transitada y que aún era pronto para tomar la encrucijada. Justo lo que le ha pasado a la historietista y cineasta iraní afincada en Francia Marjane Satrapi, que tras el extraordinario éxito cosechado en la traslación a la pantalla de su novela gráfica Persépolis ha preferido virar en estilo visual y tonalidad con su segunda adaptación: Pollo con ciruelas,versión de su propio cómic, publicado en 2006, con la que, salvo esporádicas incursiones en determinadas secuencias, ha preferido huir del dibujo animado (en ella, lo convencional, el camino trillado) para conformar una película con actores de carne y hueso (el descubrimiento) en la que, paradójicamente, lo mejor son sus escenas de animación.

POLLO CON CIRUELAS

Dirección: Marjane Satrapi, Vincent Paronnaud.

Intérpretes: Mathieu Amalric, Maria de Medeiros, Eric Caravaca, Golshifteh Farahani.

Género: melodrama. Francia, 2011.

Duración: 93 minutos.

Ya desde el inicio de la historia, a través de la voz en off del narrador omnisciente, Satrapi y el codirector, Vincent Paronnaud, avisan al espectador de que se vaya olvidando del realismo, que esto no es más (ni menos) que un cuento persa de aliento onírico y amor desesperado a una mujer y, sobre todo, a la música. Ambientada en Teherán a finales de los años cincuenta, pero con continuos saltos en el tiempo hacia atrás y adelante en una estructura tan compleja como cansina, debida sobre todo a la irregularidad de su alimentación episódica, la película demuestra que, de momento, es en el territorio de la animación donde Satrapi y Paronnaud, también dibujante, aunque muy distinto en estilo, se muestran más brillantes, como en ese flash-forward que adelanta el futuro americano del hijo del protagonista, magnífico en su mezcla entre el mágico ilusionismo de George Méliès y la cruel ironía de Asesinos natos. De hecho, por no repetirse, Satrapi ni siquiera calca el trazo sencillo y el color blanquinegro de sus viñetas, adoptando estéticas distintas en cada uno de los segmentos animados.

Sin embargo, la visualización de la acción real adolece de esa especie de efecto ‘Amelie’ en montaje y puesta en escena de demasiadas producciones francesas posteriores a la (entonces) insólita película de Jean-Pierre Jeunet, a la que tantos han imitado durante la última década en sus ocurrencias, en la representación de sus personajes secundarios, en sus constantes movimientos de cámara y en sus primerísimos planos al borde de la deformidad por el gran angular fotográfico. Amarga como la sensación que dejan su desenlace y el contradictorio personaje central de la historia, Pollo con ciruelas, melodrama trágico inspirado, como Persépolis, en la propia familia de Satrapi, parece un paso en falso en la obra de una artista que se niega a repetirse, pero que de momento quizá tenga que hacerlo para seguir en la cúspide.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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