Ataca Soraya
Leandro recuerda hoy los despachos semanales en La Moncloa de los jefes del Gobierno con las vicepresidentas
Hola, presidente, buenos días, que vengo corriendo y así de alterada porque ya sabes que tengo muchas cosas que vicepresidir.
Ni se atrevió a contarle lo de la voz tronante, que debió darle vergüenza.
—Traigo aquí trescientas veintidós leyes y treinta y seis decretos que quiero que veas antes de comer porque no pueden esperar. Vamos, es que no puede esperar nada, que ahora tengo que despachar con varios ministros, hacer otros sesenta decretos, dar caña a esa bruja de la Soraya del PSOE, cortarme las uñas y dar el biberón a mi criatura, que mi marido, ya sabes, está trabajando, que en Telefónica son muy suyos y no le dejan un hueco para nada. Que fíjate que Alberto tal y Miguel cual, por no hablar de los de siempre, que si no les llevo del ronzal ya sabes cómo se desmandan, que hay alguno que hasta pretende hablar en público, estando yo para eso, que ya sé que tú me nombraste portavoz por algo, y yo no le voy a fallar nunca a mi presidente…
Y es que Soraya, superado el primer sofoco, no es que se sentara a despachar con Mariano, no, es que se abalanzaba sobre la mesa, que al presidente le daba unos sustos de muerte porque siempre pensaba que es que se le quería arrojar a sus brazos. Y claro, tampoco es eso. Se echaba para atrás el presidente, no fuera a ser, y aguantaba, estoico, que la vice acabara la disertación que tenía preparada desde el despacho para la que no había indulto posible. De punta a cabo.
—Por cierto, ¿te he dicho ya que hoy me he aprendido treinta artículos más del Código Penal? Mira, artículo 118: 1. La exención de la responsabilidad criminal declarada en los números 1º, 2º, 3º, 5º y 6º del art. 20 no comprende la de la responsabilidad civil, que se hará efectiva conforme a las reglas siguientes: 1ª) En los casos de los números 1º y 3º, son también responsables por los hechos que ejecuten los declarados exentos de responsabilidad penal quienes los tengan bajo su potestad o guarda legal o de hecho, siempre que haya mediado culpa…
Con Elena Salgado era otra cosa, que me llevé un susto de muerte cuando la vi el primer día, porque así de entrada, me pareció un espectro"
Y es que hay que ver cómo han sido las vicepresidentas todas. Yo me acuerdo mucho de María Teresa. Por su simpatía natural y su gracejo, mayormente. Porque vice, vice, lo que se dice vice, solo hubo María Teresa Fernández de la Vega. El resto, imitaciones. Aparecía desde el edificio contiguo, gritaba quién hay por aquí y se veía una desbandada de sombras, todos los funcionarios encerrándose en los baños, que te pillaba al paso y algún zarpazo te caía. Así de primeras engañaba, que con los trajes de chaqueta y el pañuelito parecía una señora muy fina. Ya. Ibas a saludarla con un beso en la mejilla y te arrancaba la oreja. También le daba al superglú en la melenilla, que un día lo comprobé y pinchaba igualito que un cactus bonsái que tenía Felipe.
Había que ver a los subsecretarios primero, los secretarios de Estado después, y finalmente a los ministros y ministras, sonreír beatíficos a la vice. ¿Cómo estás, María Teresa?, decían untuosos. Ese proyecto de ley era una mierda, contestaba invariablemente ella, sabedora de que todos, esa semana o la anterior, habían intentando colar algún texto chapuza. Con Zapatero también lo intentaba, no se crean, pero el presidente hacía como si no la oyera y seguía con esa cara que él ponía de estar estudiando siempre algo. Yo se la conocía bien, que también la empleaba con Miguel Sebastián cuando le contaba algo de las bombillas.
Y eso que se había estrenado tan encantadora en la vicepresidencia, la primera mujer que ostentaba el cargo en la historia de España, con aquellos sofás blancos en mitad del jardín y posando para Vogue, rodeada de ministras venga a probarse ropa, dudosas que estaban de si era procedente o no aquel desparrame. Me acuerdo muy bien de la bronca que se montó, que aquel sarao rompía los esquemas de media España, que veníamos de ser muy piadosos —venga de llegar a La Moncloa curas y curas— y de poner cortinones en el Palacio, que Ana Botella había dejado aquellas estancias como si fuera el palacio de El Pardo, pero de la época de cuando vivía allí aquel señor bajito al que tantas veces le oí en sus Cortes decir aquello de los comunistas, los judíos y los masones. El parecido no se lo saqué yo, que nunca estuve allí, no. Se lo oí una tarde a Manuel Fraga, que dejaba el palacio como un torbellino tras despachar con Aznar, que decía algo así como “brrr, Franco, brrr, la Collares, brrr, los tapices, brrr, que parecía El Pardo”. Y si Fraga lo dijo, que él había visitado con frecuencia a uno y a otro, para qué discutirlo. Y punto.
Con Elena Salgado era otra cosa, que me llevé un susto de muerte cuando la vi el primer día, porque así de entrada, me pareció un espectro como yo, que nadie me había dicho que tenía compañera, como Adán. Pero no, no se transparentaba, no, es que era así de delgadita y poquita cosa. Aunque aquella melena también tenía lo suyo de coagulante, que no sé de dónde les viene a las vices esa afición por el hormigón armado para modelar sus apéndices pilosos. Un día me acerqué a ella y fue aproximarme y me di cuenta de que solo con el aura ya la desplazaba por los aires, de pura evanescencia que era. Yo me divertía mucho en los despachos que tenía con el presidente. Ella hablaba muy bajito, como si no tuviera fuerzas para más. Y Zapatero, que estaba ya hasta donde ustedes saben de cómo iba la economía, que si hoy era un día malo, mañana será peor y al siguiente, para animarte, se presentaba pésimo. ¿Qué ha dicho Elena, presidente?, le preguntaba yo cuando se iba y nos quedábamos a solas, que Elena más bien parecía que se esfumara, como los olores. Y yo qué sé, me decía. Algo de la deuda. Que un horror, me ha contado. Un desastre, clamaba con acento lúgubre. ¡Fue tan larga aquella agonía!
De los vicepresidentes les hablaré otro día, que ellas tenían lo suyo, pero ya les contaré yo de Alfonso, Narcís, Rato, Cascos o Rubalcaba, que solo con mencionarles me entra así como un hormiguillo. Menos que al ectoplasma de Aznar, es verdad, que es mencionarle al asturiano y se le va un color y se le viene otro. A él, que de natural es más bien verde y cuesta advertirle el tornasol.
Pero regresemos a Sáenz de Santamaría, que nos habíamos quedado en el Código Penal.
—…Y yo que tú presidente —estaba diciendo Soraya— me tomaría en serio lo de Dolores. Que yo la aprecio mucho, ya lo sabes, porque es valiossssísima, pero claro, es que esto del Gobierno de España es más difícil, que como ella está acostumbrada a una regioncita, pues no es lo mismo, que el partido sí, es verdad, pero ya digo que no es lo mismo que todo el Estado, con tantos y tantos ministerios, y el Congreso, y la portavocía, que por cierto había pensado yo que para qué tiene que haber una ministra de Sanidad, que también podía ocuparme yo los fines de semana…
—¿Y si la ahogo?, me preguntaba en algún momento de sana confraternización el presidente, desesperado ante el panorama de por lo menos estar cuatro años con ese suplicio.
Porque Mariano acabó cogiéndome cariño. Se lo noté un día que había despachado con Soraya, Gallardón, Montoro y Guindos en la misma mañana.
—Un valiente, le dije.
—Un pringao, me contestó, que ya habíamos entrado en confianza.
Aprovecho el reino del silencio que ha dejado Soraya al irse para explicarles qué pinto aquí. Verán. Se trata de que el fantasma de plantilla, que así lo hemos establecido, ayudado por los ectoplasmas —en la medida que se me antoje, todo hay que decirlo— hace una especie de seguimiento de los presidentes. A lo mejor al final les doy la nota de Mariano. O no.
Veremos.
Próxima entrega, mañana: ¿Se confirma lo de Luis y Cristóbal?
Babelia
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