Sosiego

Tras los asesinatos del cine Century durante la proyección de la nueva entrega de Batman, se han sucedido los movimientos simbólicos tanto en la industria de Hollywood como en los mercados de valores asociados siempre a tragedias de este tipo. El presidente Obama, persona intuitiva para entender, reciclar y manejar resortes mediáticos, tuvo una intervención clara para reconducir la voracidad informativa. Pidió que la relevancia se centre en las víctimas para reducir esa cierta satisfacción que logra un criminal cuando alcanza las portadas. Detrás de los asesinatos masivos hay un egotismo salvaje, que se ve compensado por el funcionamiento mediático, con esa inercia irremediable para servir de escaparate a criminales tan iluminados como frustrados, cuya grandilocuencia justiciera obtiene un altavoz desmesurado y muestran la vertiente más horrible del generalizado exhibicionismo.
Cancelar estrenos, ocultar los rotundos datos de taquilla, manejar el espectáculo con extrema delicadeza para que nadie se sienta ofendido, los productores se han apresurado a retirar imágenes violentas de los trailers promocionales e incluso a cortar la secuencia de un tiroteo en el interior del cine de otro próximo estreno. Excusas no pedidas donde cada actor y técnico se ha movilizado para que el horror no salpique a la película y evitar una asociación letal y dañina. Para desarmar también la crítica a la violencia en los espectáculos juveniles que son prolongación del espectáculo violento general. Pero jamás entrar de lleno en un debate que bien merecería una reflexión sin oportunismos, que revise la posesión extendida de armas de fuego y la violencia como ficción nacional.
EE UU es el único lugar del mundo en el que he ido al cine acompañado por dos o tres conocidos que llevaban pistola. Y reconozco que sentí una punzada de inquietud cuando me lo desvelaron, mostrándome los hierros allí al alcance de la mano mientras otro grupo de chavales, más jóvenes y traviesos, lanzaba palomitas al pelo de las chicas que nos acompañaban. Como los enormes incendios en el verano español hay algo profundamente arraigado e inmóvil, una especie de fatalidad recurrente que quizá nos perturba cuando atiza por sorpresa, pero que vuelve a dormirse en el sosiego del satisfecho.
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