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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Para esperar el fin de los tiempos

"Advertí una gigantesca pintada en las lunas de la sucursal del BBVA del barrio que decía: “El fin está cerca, preparaos para el medio”

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max
Ilustración de Max

Ya sé que no me van a creer y que pensarán que es otra de mis fantasías, pero les juro que el otro día, cuando me dirigía al quiosco de la esquina para comprar el periódico (aún no he perdido la costumbre), advertí una gigantesca pintada en las lunas de la sucursal del BBVA del barrio que decía: “El fin está cerca, preparaos para el medio”. Lo peor de esta crisis tan larga y profunda es que en el imaginario colectivo empieza a calar la idea de que el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina. Y no faltan síntomas que lo avalen, como esa información que me remite Manolo Portela según la cual de 59 economistas europeos y norteamericanos consultados por Reuters, 35 afirman que es “probable” o “muy probable” que España necesite ayuda internacional para financiarse en los próximos doce meses. Incluso ya hay quien, curándose en salud, empieza a decir que, en todo caso, tal eventualidad no supondría el fin del mundo. El asendereado personal percibe que las cosas (y no solo las bancarias) van a peor y que los elegidos para gobernarnos se comportan como una parvada de pollos decapitados (y previamente desplumados) que corretean sin dirección, golpeándose patéticamente contra la valla del corralito (con perdón). Menos mal que nos queda La Razón, ese prodigio de periodismo ultrapopulista cuya vocación parece ser la de despejar las brumas que la última (por ahora) gran crisis del capitalismo nos ha ido depositando en el alma. El mismo día de la pintada apocalíptica, en la primera del diario del Grupo Planeta podía leerse, bajo el imperativo “Repita” y sobre una imagen de triunfo futbolero, un enorme titular que decía “ES-PA-ÑA”. El clima social y el desarme de la izquierda son muy propicios a ese programa intensivo de panem et circenses (y más bien lo segundo que lo primero) que políticos de toda laya y los medios escorados a la derecha (que son casi todos) parecen haberse puesto de acuerdo en bendecir como bálsamo para el desastre. Y pobre del que no siga la corriente: como explica Marc Perelman en Le sport barbare (Michalon), un libro valiente y comprometido que no parece haber interesado a los editores españoles, el deporte constituye el último tabú. A pesar de las explicaciones de ciertos intelectuales integrados, el deporte no canaliza la violencia, sino que a menudo la crea y disemina: con demasiada frecuencia vemos a la masa gregaria entregarse sin freno a las pulsiones chovinistas, xenófobas, racistas y homófobas despertadas por el nuevo opio del pueblo, mientras continúa narcotizándose la vieja capacidad de los individuos para rebelarse contra la injusticia o protestar contra la misma corrupción y opacidad de las estructuras deportivas globales. El deporte mundializado, convertido en la más respetada religión universal del siglo XXI, legitima el orden establecido, cualquiera que sea: por doquier, “la nación”, explica Perelman, “ya no es un pueblo, sino un equipo; no un territorio, sino un estadio; no una lengua, sino el bramido de la hinchada”. Pero, sobre todo, funciona como una especie de totalitarismo blando que invade y permeabiliza toda la actividad (y hasta el pensamiento) de sociedades en las que se diría que constituye el único proyecto colectivo capaz de galvanizar a los ciudadanos. Por lo demás, si desean realizar un instructivo (aunque somero) recorrido por la ficción (breve) posapocalíptica, Valdemar acaba de publicar la antología Paisajes del Apocalipsis, en la que se incluye una veintena de relatos “sobre el final de los tiempos”: no todos merecen la pena, pero hay seis o siete que me han parecido estupendos. Incluso sirven para prepararse para “el medio”, como exhortaba a hacer la pintada en el BBVA de mi barrio.

Prodigios

Hubo un tiempo (y quizá un estilo) en el que no existían fronteras entre lo que C. P. Snow denominó (1959) con expresión célebre, pero no del todo feliz, “las dos culturas”, es decir, entre la formación científica y la humanística. No fue el primero en diagnosticarlo. Stuart Mill también se refirió a la oposición de intereses en el establishment cultural británico entre los coleridgeanos y los benthamistas, personalizando en las dos figuras señeras la oposición entre filósofos y hombres de ciencia. En realidad, el romanticismo fue la última época en que los poetas y los científicos intercambiaron fervorosas admiraciones, como explica Richard Holmes en La edad de los prodigios (Turner). Así, Wordsworth, el poeta de las brumas y las emociones sosegadas, celebraba en Newton a un audaz develador de la naturaleza, y Keats no reprimía su entusiasmo ante el ensanchamiento del sistema solar (es decir, de “nuestro” universo) propiciado por el descubrimiento de Urano (1781) por sir William Herschel. Pero la admiración era mutua. Y es que, a diferencia de la actitud que había caracterizado a los científicos del clasicismo (personificados por Descartes o Newton), cuyo público era sobre todo la élite, a los hombres y mujeres de la revolución romántica les caracterizó su empeño en explicar y comunicar lo que descubrían, como aquellos insignes viajeros y aventureros contemporáneos (Cook, Mungo Park) que contribuyeron a poner límites al mundo y que, cuando volvían a casa, traían consigo muestras y especímenes de lugares remotísimos para sorprender e ilustrar a sus compatriotas. El libro de Holmes es uno de los más apasionantes retratos culturales de grupo que he leído en los últimos años, un ensayo magistral que derriba compartimentos estancos entre gentes “de ciencias” y “de letras” y en el que no se sabe qué admirar más, si el rigor de la investigación en que se basa o la elegancia y amenidad expositiva del relato.

Manducatorias

Leo en la divertida (ni más ni menos) Vida de un escritor (Alfaguara), de Gay Talese, una sugerente opinión acerca del significado que el platting (es decir, la colocación “artística” de los alimentos en el plato) tendría para algunos chefs. Según Talese, esos “teatros en miniatura” que buscan “apelar al mismo tiempo a la estética y el apetito del cliente” les permitirían dar rienda suelta a fantasías reprimidas en su infancia por madres que les impedían jugar con la comida en el entorno familiar. De los chefs, como del fútbol, estoy un poco hasta las narices, de modo que la lectura de Saber comer (Debate), el nuevo breviario de Michael Pollan (autor de los muy recomendables El detective en el supermercado, Temas de Hoy, y El dilema del omnívoro, Hirukuna), me ha reafirmado en mi nuevo interés por la comida sencilla y sana: se trata de 64 reglas básicas (todas de sentido común) para aprender a comer bien. Las practico desde hace días, y noto que descanso mejor y que mis densas pesadillas han sido sustituidas por leves ligerillas. En la de ayer aparecía la señora Aguirre, sucintamente ataviada con malla y medias negras, cantando en la penumbra de un cabaret, y en exclusiva para Rajoy (que era el único cliente), My heart belongs to daddy, aquella balada que Marilyn interpretaba como nadie (El multimillonario, 1960). Mal que me pese, tengo que reconocer que no lo hacía del todo mal.

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