¿Un claustro para ‘Ciudadano Kane’?
El millonario americano W.R. Hearst pudo ser el destinatario del conjunto de Palamós
La historia del claustro de Palamós, la construcción de estilo románico que irrumpió en los medios de comunicación hace menos de dos semanas, podría ser el guion de una película de intriga en la que la realidad supere a la ficción. De entrada, el claustro llevaba más de 50 años casi oculto en una finca propiedad de los herederos de Hans Engelhorn, el alemán que lo compró en 1958. Luego se supo que había llegado desde Madrid, piedra a piedra, tras permanecer más de tres décadas en el patio de la casa de Julián Ortiz y su familia. En el claustro, como si fuera una estancia más de la casa, convivían las gallinas y los niños recién nacidos con las reuniones familiares de los domingos, en los que no faltaba un arroz con paloma.
Esta historia llena de interrogantes, como el lugar donde el anticuario Ignacio Martínez Martínez compró los restos en 1931, --quizá en Gumiel de Izán, Burgos--, toma un nuevo giro al buscar sentido a la operación que supuso montar el claustro en Madrid, en la que intervinieron 30 operarios durante varios años. “Lo querían montar rápido para venderlo a los americanos”, recuerda Juan Manuel Ortiz, de 86 años, que decía su padre Julián, el restaurador represaliado. Y sin duda fue así.
Ignacio Martínez fue un anticuario del que conocemos pocos datos. Juan Manuel recuerda que al comenzar la Guerra Civil, se trasladó a vivir a Barcelona. Los anticuarios de mayor edad, de una y otra ciudad, no recuerdan a ningún Martínez con esas características o no quieren hablar. Tampoco Frederic Mares, cuando publicó en 1977 sus memorias de coleccionista, lo mencionó en su relación de todos los anticuarios que conoció en las dos ciudades.
Sabemos que, al menos, desde 1928, Martínez vivía en Madrid, en la calle Ángel Muñoz, número 17, de Ciudad Lineal, al lado de donde luego se montó el claustro (Ángel Muñoz, 7 al 11) en unos terrenos que eran de la marquesa Agueda de Martorell. Conocemos también que fue un hombre de suerte. En enero de 1931 varios periódicos informaron de que le habían tocado 18.000 pesetas en la lotería, tras comprar unas participaciones en Zamora. Una cantidad estimable, pero no una fortuna.
Según recuerda Ortiz, Martínez estaba bien relacionado con la gente adinerada de Arturo Soria y participaba en la vida social de la capital. La suerte o las buenas relaciones le llevaron a entrar en la órbita de uno de los hombres que más dinero y obras de arte manejaba en la España de entonces: Arthur Byne (Filadelfia, 1884), un fotógrafo y dibujante del arte, metido a comerciante de altos vuelos, nada escrupuloso, que vendió todo el patrimonio que pudo a sus clientes americanos, sobre todo a William Randolph Hearst, el magnate de la prensa que inspiró a Orson Welles su película Ciudadano Kane, y que fue el mayor comprador de antigüedades de los años veinte y treinta del siglo XX.
La crisis de 1929 impidió a Hearst inaugurar un museo con nueve claustros
Byne vino a España por primera vez en 1910 y dos años después estaba instalado en Madrid comisionado por la Hispanic Society, institución para la que publicó una serie de trabajos sobre arte y arquitectura de gran difusión y que se convirtieron en catálogos de compra para los magnates ávidos de comprar.
El americano y su mujer gozaron de muy buena reputación e incluso fueron condecorados en 1927 por Alfonso XIII por los servicios a la cultura española. José Miguel Merino de Cáceres, el investigador que más ha estudiado las acciones de Byne, asegura: “Su aparente buen nombre solo era la fachada tras la que se escondía un gran farsante y un gran especulador”.
Byne proporcionó a Hearst todo lo que estuvo a su alcance: el monasterio de Sacramenia, de Segovia, en 1925; la reja de la catedral de Valladolid y el patio del palacio de los condes de Ayamans, de Mallorca, en 1929; partes del castillo de Benavente, en 1930; el monasterio de Santa Maria de Óvila, en 1931, además de cientos de piezas, entre las que destacan 65 artesonados, de los 140 que llegó a adquirir Hearst. Todo se cargaba en barcos para decorar alguna de las casas del magnate. El destino final fue el delirante complejo de San Simeón, en California, que había comenzado en 1919, y que llenó de piezas españolas siguiendo el Spanish Revival Style, de moda en esa época.
Pero hubo un edificio que Byne no pudo venderle: el convento de Calera de León, en Badajoz, una historia en la que aparece el anticuario Martínez, como hombre de paja de Byne. En septiembre de 1932, Martínez, como propietario de los restos del convento, solicita autorización para derribar y trasladar a Madrid las bóvedas del exconvento, que había comprado dos años antes, por 50.000 pesetas. En la operación cedía al Estado el claustro, las fachadas y los terrenos. Tras un tira y afloja y acusaciones varias, en 1934, el Consejo de Ministros impidió la operación de desmontaje del convento, que ya había sido declarado monumento protegido. Merino ha reconstruido mediante las cartas y telegramas conservados en la Universidad Cal Poly de San Luis Obispo, California, la accidentada relación comercial entre Byne y Julia Morgan, la arquitecta de Hearst, que, en este caso, acabó mal. Una tarea nada fácil porque en todo momento se intentó no dejar pistas y se utilizaron nombres claves, como “longceil”, “arabitceil” o “salamancaceiling” para cada operación, que Byne firmaba con el nombre de su esposa: Stapley o Ylepats, al revés.
Por esas mismas fechas, en 1932 el Consejo de Ministros acordó pagar a Martínez 60.000 pesetas por una pila bautismal del siglo XI, una figura de la Virgen del siglo XII y un balcón de madera árabe del siglo XIII, que había ofrecido el año anterior. En todas estas acciones estaba detrás Byne, ya que, según Merino “Martínez era un anticuario de medio pelo, una tapadera de las acciones del estadounidense”.
En este contexto aparece el claustro en Madrid. “Es posible que en origen estuviera derruido y se montara para poder dibujarlo y fotografiarlo y así venderlo mejor”, conjetura el profesor de la Universidad de Girona, Gerardo Boto. Desde que apareció en esta historia el nombre de Martínez, Boto tuvo clara la conexión con Byne, y que “el americano” que se llevaría el claustro no era otro que Arthur Byne.
Merino puntualiza: “Hearst, aparte de para decorar sus casas, compraba para hacer un museo en Berkeley, con la idea de imitar a Rockefeller, que en la costa Este estaba construyendo The Cloisters [en Manhattan]”. Por eso, según Merino, Hearst compró hasta nueve claustros italianos, franceses e ingleses. Pero la crisis de 1929 le hizo desistir. Según este arquitecto, catedrático de Historia de la Arquitectura, los claustros, tras permanecer desmontados en almacenes durante varios años, acabaron desperdigados en Florida, Bahamas o México.
Por eso, si el claustro sito en Palamós se compra en 1931 o llega a Madrid en esa fecha, Merino no descarta que Byne, intentara vendérselo a otros ricos estadounidenses y coleccionistas como Addison Mizner, que construyó un poblado español en Palm Beach, George Fox Steedman o Archer Milton Huntington: “Pero esa documentación la conozco poco”, asegura. Y en eso coincide con Boto: “en la década de los años treinta Byne amplió su cartera de clientes”.
El hecho de que la operación de Calera de León, entre Byne y Martínez, no avanzaba según lo esperado y que, además, Hearst había cambiado de planes, pese a que compró a Byne un monasterio entero, el de Ovila, en 1931, hicieron que el claustro permaneciera más tiempo de lo previsto en Madrid. Pero el obstáculo definitivo fue la trágica muerte de Byne la noche del 16 julio de 1935 en accidente de tráfico, tras colisionar con un camión en Santa Cruz de Mudela (Ciudad Real). Boto tiene claro que la venta del claustro no se realizó porque había desaparecido su vendedor. La Guerra Civil de 1936 y la salida de la ciudad de Martínez hicieron que la venta del claustro fuera ya imposible. Quizá por este aciago final de Byne y el estallido de las dos guerras, la Civil y la Mundial, el claustro se quedó en España.
Los Ortiz siguieron conviviendo con esta enorme estructura en su casa hasta que en 1957 recibieron la visita de Federico, hijo de Ignacio Martínez, asegurando que ya tenía un comprador. Según los actuales dueños, en el contrato de compraventa firmado en julio de 1958, figura el nombre de Eutiquiano García Calles. A diferencia de Martínez, este anticuario bejarano sí fue una persona conocida en la España de los años cincuenta y sesenta que recibía, desde 1951, en su tienda de la Plaza de Santa Ana a la alta sociedad del Madrid franquista. “Eutiquiano no era un hombre que tratara con piezas de alta época”, recuerda el galerista Manuel Barbier que lo conoció. Marés comenta: “Su fuerte no eran las antigüedades sino las blondas, los bordados y las joyas”. Por eso, quizá, Carmen Polo de Franco le visitaba a menudo. La relación entre Ignacio Martínez y Eutiquiano García, que hizo que el claustro acabara en Palamós, es otro enigma de esta historia apasionante. Y en su hilo argumental se encuentra el industrial Hans Engelhorn, su exquisito gusto estético y el ambiente cultural en la Barcelona de los cincuenta.
Babelia
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