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CAFÉ PEREC
Columna
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Viajeros sencillos

Enrique Vila-Matas

Voy de pie, medio pasmado. Voy en un viejo globo, hacia Königsberg. Silencio absoluto, calma completa de la atmósfera, solo perturbada por los crujidos del mimbre que nos lleva. En la engañosa quietud evoco a Emmanuel Kant, que precisamente nació en esa ciudad prusiana de Königsberg (rebautizada por los rusos como Kaliningrado) y no se movió en su vida de allí; al parecer, eligió conocer la variedad del mundo y la infinitud de países a través sólo de los libros.

Me hace pensar en el joven André Gide que, habiendo escrito un librito bajo el título embaucador de Voyage au Spitzberg, fue un día a ver a su protector Mallarmé y le dio un ejemplar. Mallarmé le miró desconcertado, pues, de acuerdo al título, creyó que se trataba de un viaje real. Cuando una semana después volvió a verle, le dijo al joven Gide: “¡Ah, que susto me dio usted! Temí que hubiera ido allá de verdad”.

En aquel entonces realidad y ficción aún eran conceptos bien distintos, y por eso fue normal que Mallarmé, el escritor hogareño por excelencia, se alarmara ante el extraño viaje que parecía haber hecho su joven admirador.

Simpatizo con los que se van sin irse, con los que dicen haber estado en un lugar y luego descubrimos que no han pisado ese sitio en su vida. Me caen bien porque son sencillos. En cuanto doy con ese tipo de nómadas inmóviles, suelo corroborar que sólo las imaginaciones limitadas necesitan los viajes al extranjero. De hecho, admiro a aquellos que cierran con doble llave sus cuartos para que el confinamiento les proporcione mayor libertad en su vuelo mental.

Así las cosas, no es extraño que me haya encantado el último Bayard, Comment parler des lieux où l'on n'a pas été? (Cómo hablar de lugares donde no hemos estado), libro publicado en Francia por Minuit y entre nosotros aún no traducido. Se trata en realidad de una especie de continuación lógica de su célebre Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama).

Me ha gustado ese nuevo libro de Pierre Bayard, aunque debo precisar que no lo he leído, ni falta que me hace. Es más, esperaré a que se publique la traducción para poder reincidir en el mismo delito y seguir insistiendo en no abrir el libro. Aunque, eso sí, puedo hablar de él como si lo conociera de memoria. Después de todo, si adquirí cierta pericia en esta clase de lecturas fue gracias a las instrucciones que propio Bayard me diera en Cómo hablar de los libros que no se han leído.

Sigo de pie en mi globo, deslizándome sigilosamente hacia Prusia, hacia Königsberg, hoy Kaliningrado. Puedo ya advertir en el filo del horizonte, en brumas, la ciudad natal de Emmanuel Kant, la ciudad del viajero más inmóvil que existió nunca. Y mientras me empuja el cálido aire indiferente de la tarde voy recordando que de ese libro de Bayard sobre “lugares donde no hemos estado” me han interesado especialmente sus bellas palabras sobre Jules Verne, su estudio de las técnicas viajeras de Chateaubriand, las páginas en torno al gran Emmanuel Carrère, o las que hablan del éxito en Alemania de Karl May y sus relatos sobre el Far West sin haberlo visitado nunca, el relato sobre la Samoa totalmente imaginaria de Margaret Mead…

Quizás las mejores páginas sean las que nos acercan al caso del malogrado Édouard Glissant, el gran escritor de la Martinica. Queriendo escribir un minucioso libro sobre la isla de Pascua y no pudiendo desplazarse hasta allí por problemas de salud, envió a aquel lejano paraíso a Sylvie Séma, su mujer, y después firmó con ella La terre magnétique. El resultado final fue asombroso. Glissant parecía en ese libro saber más sobre la isla de Pascua que el nativo más sabio del lugar. Una proeza, por otra parte, nada sorprendente para quienes le conocían bien. Y es que el martiniqués fue siempre experto en el kafkiano arte de irse muy lejos para quedarse aquí.

www.enriquevilamatas.com

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