El territorio de La Mancha
Escribir sobre la muerte de un gran escritor al que me unían, además, estrechos vínculos de amistad a lo largo de medio siglo es un ejercicio desolador. ¿Cómo resumir en unas pocas cuartillas lo que significaron para mí la relación con él y la lectura de las novelas que nos ha dejado en herencia? Las imágenes del autor, acompañadas siempre de la belleza frágil de Silvia Lemus, aparecen y se desvanecen ante mí como si al plasmarlas en el papel se borraran. ¿Existieron, fueron reales en la ficción del tiempo, desaparecerán una vez evocadas por mi pluma? La angustia del vacío que nos deja y me atenaza busca aferrarse en vano a lugares y fechas. Veo al joven Carlos, desbordante de energía y vitalidad, que estrelló su vaso de tequila contra el suelo para celebrar nuestro primer encuentro. Al cuate divertido que me acompañó a escuchar los mariachis en la plaza Garibaldi y me condujo, en compañía de Fernando Benítez y José Emilio Pacheco, al Teatro Blanquita. Al escritor elegantemente vestido que apareció en el vestíbulo de la Editorial Gallimard para firmar el contrato de traducción de La región más transparente o de La muerte de Artemio Cruz.
Veo aún al amigo de siempre en Madrid, Barcelona, Cuernavaca, Nueva York, Londres, Santander, Mallorca… Su imagen se esfuma y reaparece como embajador de su país en París, cuando me invitó a su residencia en la banlieue y me presentó a dos niños, sus hijos, que me llamaban Juan Sin Tierra, como el protagonista del libro de cuentos que devoraban. La acronía que manejó sabiamente en sus novelas —pienso en la fascinadora protagonista de Aura— se ha adueñado de mí al redactar estas líneas, y le veo tan pronto, siempre con Silvia, en el campus de alguna universidad norteamericana, contemplando el muro de Berlín desde la atalaya de Oranienburgerstrasse, o tomando el sol en la terraza de mi casa en Marraquech. Viajero incansable trataba de seguirle la pista a través de nuestros amigos comunes o en las entrevistas y reseñas aparecidas en la prensa. El más mexicano de los escritores era también el más trotamundos. Siempre venía de algún lado o estaba a punto de hacer las maletas.
Desoía las palabras de cuantos les aconsejábamos una vida más sosegada
Hablar de su novelística es trazar la cartografía de una navegación solitaria, preferentemente por áreas remotas o desconocidas. Atento y fiel lector de Cervantes, reivindicaba con orgullo, frente a la fanfarria patriótica, la nacionalidad cervantina. Si su inmensa obra —La edad del tiempo— puede ser comparada a la de Balzac por su incisivo retrato de la sociedad de su tiempo, se distingue de ella en el enfoque de su trabajo: Carlos no cambiaba de tema, cambiaba de planteamiento literario. Concebía la obra en ciernes como una incursión en el ámbito de lo desconocido. Buscaba aclimatarse en un espacio no hollado por pie alguno, “en esos pocos metros de tierra”, decía, “que los holandeses ganan al mar”. La escritura, vivida por él como una aventura, convertía en su vez en aventurero al atento lector de sus páginas.
Recuerdo la dicha que me embargaba al adentrarme en Terra Nostra, Cristóbal Nonato, Diana o la cazadora solitaria, El naranjo… Explorador de lo incógnito, Fuentes no amarraba su nave a puerto alguno. Levantaba el ancla y partía de nuevo. Su asombrosa vitalidad y poder creativo admiraban a todos sus amigos. Era una fuerza de la naturaleza y desoía las palabras de cuantos les aconsejábamos una vida más sosegada. La escritura, me decía, es mi droga diaria, y para desintoxicarme de ella si aumento la dosis parto de viaje a descansar, a leer o a dar conferencias. Si quería comunicarme con él recurría a la agencia Balcells. ¿Está en Londres, en Buenos Aires, en Cartagena de Indias? ¿O terminaba acaso el nuevo libro que preparaba con sigilo?
La última vez que le vi fue en Aix-en-Provence el pasado mes de octubre con motivo del homenaje que se rendía a su obra de toda la vida. Rebosaba salud y alegría sin que las jornadas exhaustivas de la celebración hiciesen mella en él. Le veo, le veo aún en el hermoso jardín del hotel, siempre junto a Silvia, departiendo hasta las tantas con sus admiradores y amigos.
La obra que nos lega nos recuerda la perdurabilidad de lo escrito
Carlos Fuentes ha vivido hasta el fin en la plenitud de sus dones. No ha conocido los achaques ni heridas de la vejez. Y ahí está la obra que nos lega para recordarnos la perdurabilidad de lo escrito, no solo en el vasto mundo de nuestra lengua sino también en el universal e ilimitado territorio de La Mancha que él reivindicó como suyo.
Babelia
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