Otro victoriano eminente
‘Drácula’ no surge de la nada. Stoker reelabora tradiciones del folclore europeo
A su manera, Bram Stoker (1847-1912) fue una víctima del Titanic. Abandonó este mundo el sábado 20 de abril de 1912, pasado mañana hará cien años, pero la noticia de su fallecimiento pasó casi inadvertida en aquella tremenda semana en que los telégrafos y la prensa de todo el mundo se hallaban demasiado ocupados por la avalancha de noticias, comentarios e historias de interés humano suscitadas por el hundimiento del transatlántico, ocurrido en la madrugada del lunes anterior.
Ahora podría suceder algo parecido. El actual revival mediático del trágico naufragio deja escaso margen para conmemorar el centenario de la muerte de quien dio forma a uno de los más conspicuos y resistentes iconos de la cultura popular. Drácula es, a su modo superficial y limitado, un descendiente espurio de aquella estirpe mitológica del individualismo moderno en la que brillan con luz propia Don Quijote, Robinsón Crusoe, Don Juan y Fausto. De la vitalidad de ese mito que, como todos los que perduran, siempre habla de algo que tiene que ver con las fantasías, ansiedades y terrores de cada generación, da fe su enorme desarrollo posterior, tanto en la literatura como en el cine.
Drácula (1897) no surge de la nada. Stoker reelabora tradiciones y leyendas del folclore europeo enriquecidas y desarrolladas en el primer romanticismo y en la edad de oro de la literatura gótica, y que ya habían inspirado a autores como Hoffmann, Byron, Poe, Baudelaire, Polidori, Le Fanu, Gautier, Dumas, Gógol, Turgueniev y otros muchos. Todo mito muta, y el acierto de Stoker consistió en redefinir al vampiro para su propio tiempo, logrando condensar en él simbólicamente el zeitgeist de aquel fin de siècle en el que parecían tambalearse todos los valores de la amplia clase media que había forjado la prosperidad del reinado de Victoria, cuando Londres, en palabras de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas, 1902), se convirtió en “la ciudad mayor y más grande de la Tierra”.
Para plasmar su personal interpretación del mito Stoker recurre a una fórmula que marca distancias con la narración tradicional, desplegando el relato a través de elementos narrativos tan dispares como notas taquigráficas, cartas, diarios, recortes de periódico, telegramas, informes médicos, bitácoras, apuntes. La fragmentación moderna al servicio de una historia en que las creencias tradicionales (la religión y la superstición) se hermanan con la ciencia para conjurar el mal absoluto. Junto con el hisopo, el agua bendita, la cruz, la estaca y los ajos, a Drácula se le derrota con ayuda de telégrafos, teléfonos, máquinas de escribir, fonógrafos, cámaras Kodak. Y todo ello en una ciudad a la que se puede llegar en ferrocarril y cuyas calles ya conocen la luz eléctrica.
En las páginas de Drácula pueden rastrearse los temores a esa modernidad percibida como peligrosa: el despertar de la “nueva mujer” (amenaza a la sociedad patriarcal); la avalancha de emigrantes (terror a la “mezcla” y a la “degeneración”); la irrupción violenta de lo reprimido, incluida la sexualidad (algo que ya se reflejaba en El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, 1886); la inseguridad de las grandes ciudades, en cuyos slums se hacinan los (amenazantes) proletarios.
Drácula es una novela en la que siempre se descubre algo nuevo, quizás porque su angustiosa historia logra conectar de forma desplazada con las ansiedades de cada época y de cada lector. De ahí su éxito y su poder de sugestión. Que esa novela fuera imaginada y escrita por un dublinés protestante que podría pasar por arquetipo de la hipócrita respetabilidad victoriana (incluso murió a consecuencia de una sífilis contraída en los burdeles) no es sino otro de sus misterios. Espero que en el día en que se conmemora el centenario de su muerte, cuyo eco fue ahogado en el fragor del naufragio del Titanic, alguien se acuerde de dejar un ramo de rosas rojas ante la urna del cementerio londinense de Golder’s Green donde reposan sus cenizas.
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